«A los que se portaban mal los guindaban en un tubo»: El relato de uno de los cientos de venezolanos detenidos por Nicolás Maduro

Redaccion El Tequeno

Puede haber consecuencias negativas para quien reclame sus derechos en la Venezuela chavista. Y Emilio (nombre ficticio, por seguridad) supo que había sacado el número perdedor cuando una docena de agentes armados y con los rostros cubiertos tocaron su puerta.

Por ABC

No le mostraron la orden de arresto necesaria para sacarlo de su hogar, pero los procedimientos que establece la ley y la manera en que estos son ejecutados tampoco suelen ir de la mano. Especialmente en ese momento; habían pasado pocos días desde que Maduro se autoproclamó ganador de las elecciones presidenciales y el número de detenidos en todo el país ya se contaba por cientos.

«¡Me secuestran!», comienza a gritar Emilio, con las manos esposadas a la espalda, mientras lo sacan a empujones a la calle. Afuera, el despliegue policial es extenso. Los vecinos, desde sus ventanas, son testigos de la escena. Muchos conocen a Emilio por su trabajo político y su activismo en materia de derechos humanos. «¡Malditos!», responden algunos indignados. «¡Algún día van a pagar!». Pero las voces anónimas solo salen desde las viviendas, nadie se atreve a encarar a los represores. El miedo ya está instalado en la población.

Lo suben a una moto, con un sujeto adelante y otro atrás, y entonces sus conocidos pierden su rastro. Lo conducen a un comando de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), y «allí querían obligarme a grabar un vídeo diciendo que María Corina Machado me había pagado 60 dólares para incendiar la calle», explica a ABC por teléfono. Pero Emilio no cede. Con la seguridad de no haber cometido ningún delito, todavía cree que la ley está de su lado, que este trámite puede ser un malentendido que durará, como mucho, un par de horas.

Por orden presidencial

En una pequeña oficina, un funcionario le pide que desbloquee su móvil y Emilio sigue insistiendo en que le muestren la orden del juez para hacerlo, pero ese documento no existe. «Ustedes están violando la Constitución», argumenta. Y con esas palabras Emilio nota que el tono cambia. «Vas a desbloquearlo, por las buenas o por las malas», le ordena el policía que está sentado al frente mientras agita su puño. Y, sintiendo que su integridad física está en riesgo, Emilio accede. «Si hay algo aquí -dice el funcionario que se está llevando su teléfono-, me lo va a escupir la chupacabra», refiriéndose al ordenador que va a extraer toda la información del móvil. «Todo lo que hayas borrado, lo va a recuperar».

—¿Pero por qué estoy detenido? —cuestiona Emilio insistentemente.

—Tú estás detenido por orden presidencial —sentencia harto el policía.

«Eso no existe», piensa Emilio, que finalmente asume que el motivo es político, que sus argumentos constitucionales en realidad nunca tuvieron cabida.

Al poco tiempo, el hombre que se había llevado su teléfono regresa y Emilio logra escuchar que comenta que «aquí no hay nada para acusarlo». Han pasado horas y la familia de Emilio todavía no sabe adónde se lo llevaron los hombres encapuchados.

Lo sacan del calabozo y lo vuelven a trasladar en moto. «Y veo que vamos en sentido del Helicoide y me asusto, porque, como defensor de los derechos humanos, sé lo que hacen ahí». Me van a torturar -piensa Emilio, que tiene más de 50 años y sufre de hipertensión arterial-, y no voy a resistir. De ahí no salgo vivo».

Dentro del Helicoide comparte celda con otros cuatro presos. Todos habían sido detenidos en sus vehículos en algún puesto policial, acusados de ser ‘guarimberos’ (manifestantes), y a todos «les solicitaron poner sus respectivos coches y motos a nombre de los funcionarios, a cambio de su libertad», recuerda Emilio. «Todos dijeron que sí, y nunca más los vi».

—¿Y fue torturado en el Helicoide?

—No. Poco después de llegar, un funcionario me estaba buscando. «Quién eres tú», me dice, y le respondo mi nombre. «¡No, que quién coño de la madre eres tú, porque el comisario está preguntando por ti y él no pregunta sino por gente importante!». No recuerdo el apellido, pero esa persona me salvó de la tortura. Y supe que era bueno que alguien estuviese preguntando por mí.

Emilio todavía no tenía forma de saber que la noticia de su detención había causado un revuelo en redes sociales.

Apenas al tercer día de ser detenido pudo tener contacto con un familiar. Para entonces, Maduro ya había puesto una cifra a la represión poselectoral: «Tenemos 2.000 presos capturados y de ahí van para Tocorón y Tocuyito. Máximo castigo. Justicia. Esta vez no va a haber perdón, esta vez lo que va a haber es Tocorón».

Tocorón y Tocuyito son cárceles de máxima seguridad. En la primera nació el Tren de Aragua, y a la segunda trasladaron a Emilio junto a decenas de presos políticos, acusados de terrorismo. Ambos centros penitenciarios habían sido vaciados el año anterior y han servido para encarcelar a la disidencia.

A Emilio lo encierran junto a otras nueve personas en una celda de siete metros cuadrados. Además de un váter, una ducha y un lavamanos, hay un banco de hormigón «en el que caben dos personas y media sentadas, o una acostada». No hay literas, así que deben dormir «en el suelo pelado, sin sábanas».

Pasan dos semanas hasta que el director del centro penitenciario abre las celdas, y los reclusos pueden estirar las piernas en los pasillos. No hubo mayor conflicto entre los presos en medio del hacinamiento. «Cuando se daban momentos de intolerancia, tratábamos de calmar la situación. Y estas siempre se daban, sobre todo, por malos olores o maneras de contestar. También por ir al baño sin ningún tipo de privacidad. El pudor, la vergüenza y toda esa parte de humanización desaparece», rememora Emilio.

Cerca de la tercera semana de encierro en Tocuyito, los reclusos reciben algunos productos que enviaron los familiares fuera de prisión. «Ahí empezamos a comer más y por fin pude recibir mis medicinas, que debo tomar todos los días». Como también los enfermos de diabetes o VIH, que se vieron obligados a suspender sus tratamientos. «También tuvimos acceso a agua potable; la que teníamos en la celda era turbia, de mal olor y con pésimo sabor, y por eso muchos habían desarrollado patologías, como diarrea, erupciones y todo tipo de alergias».

Tortura física y psicológica

Han pasado 22 días desde que Emilio fue detenido y siguen llegando presos políticos a la cárcel. Para hacer espacio a los nuevos reclusos, Emilio y otras 500 personas son trasladados a otro edificio del complejo. Están a punto de cumplir el mes de aislamiento que les habían dicho que, sin razón, debían acatar, «pero nos enteramos de que el conteo se reiniciaba, y fue allí cuando se comenzó a sentir la depresión colectiva. Se oía a la gente llorando, pidiendo por sus familias. Era muy fuerte».

La comida ahora es escasa y con exceso de sal o picante. Les dan una arepa con queso por la mañana y otra por la tarde. Al mediodía comen arroz acompañado por «vísceras molidas que a veces estaban podridas. Llegué a perder 42 kilos», comenta Emilio, que pesaba 120 kilos cuando entró a prisión.

Pasado el mes de reclusión, los prisioneros reciben la primera visita familiar. «Quedaron impactados con nuestra apariencia -explica Emilio-. Teníamos como dos meses sin sol. A través de las redes denunciaron que estábamos flacos, pálidos… Y entonces los funcionarios comenzaron a aumentar las raciones de alimentos».

«Había mucha tortura psicológica: los guardias preguntaban por las familias: «cuántos hijos tienes», «a qué se dedican»; y luego nos decían que no los íbamos a ver más, que nos pudriríamos ahí durante 30 años -la pena máxima en Venezuela-. Eso agravaba la situación de inestabilidad mental que ya existía. A mí me amenazaban con que no iba a salir, pero no me importaba pasar ahí el tiempo necesario. Si me doblegaba, ellos ganaban. También había tortura física. «A los que se portaban mal los sacaban esposados y los guindaban en un tubo. O inclinados o con los brazos hacia arriba. Imagina el agotamiento físico».

Excarcelaciones

Las excarcelaciones comienzan a agilizarse tras morir en cautiverio uno de los presos poselectorales por falta de atención médica. Después de casi cinco meses de encierro, Emilio recibe su boleta de excarcelación, pero antes de salir es obligado a firmar un documento asegurando que en la prisión «no se violaron derechos humanos, se portaron bien con nosotros y nunca fuimos maltratados. Una ilegalidad, porque es una declaración jurada que no redactamos nosotros, que son mentiras, y que firmamos bajo coacción». Luego lo hicieron grabar un vídeo dando las gracias a Maduro.

Ningún familiar es informado de las liberaciones, a pesar de que varios de ellos se concentraban diariamente fuera del recinto para intentar obtener algún tipo de noticia.

Esa noche suben a los ‘premiados’ en una furgoneta y los dejan a las diez y media cerca de una estación de autobuses. La mayoría vivía en Caracas, lejos de allí, y ninguno tenía teléfono o dinero. «Pero dos de nosotros, que sí vivían por la zona, reconocieron el lugar. Cerca tenían parientes y, a través de ellos, pude notificar a mi familia sobre mi liberación.

El episodio no ha concluido para Emilio, y tampoco cree que, con las velocidades de la Justicia, termine este año. «No tenemos derecho a la defensa privada. Y hasta hoy, con más de un mes liberado, la defensora pública que me asignaron no ha tenido tiempo de recibirme».

—No ha dejado de hacer activismo, ¿no le da miedo que lo vuelvan a apresar?

—Tengo muchísimo miedo, pero con miedo no se puede vivir; estoy convencido de que estoy haciendo lo que tengo que hacer. Antes conocía el sistema por fuera, ahora lo conozco por dentro, y sé que esto tiene que cambiar.

Durante el Gobierno chavista, al menos doce presos políticos han muerto bajo custodia del Estado. El último, Reinaldo Araujo, perdió la vida el lunes. Tras las rejas siguen más de mil. Algunos ocupan celdas desde 2002.

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