David Vallenilla cuenta a ABC cómo era el caudillo venezolano en la década de los 90 cuando trabajaba en el sistema de transporte y del fuero sindical que le sirvió como trampolín para llegar a la política.
Gabriela Ponte // ABC
«Hazte funcionario del Metro de Caracas». Estos eran los anuncios que, a finales de los ochenta, se asomaban a diario en las últimas páginas de los periódicos venezolanos para llamar la atención de los futuros empleados. Fue así como Nicolás Maduro, un hombre corpulento, con bigote peculiar y desconocido en ese momento, entró a trabajar como conductor de autobuses en la compañía estatal Metro de Caracas. El mismo hombre que, veintiocho años después, ocupa la presidencia de Venezuela, ha sido señalado como dictador y acusado por Naciones Unidas de cometer crímenes de lesa humanidad por violar sistemáticamente los derechos humanos.
Poco a nada queda de ese joven, exsindicalista de izquierda, que a sus 30 años conducía un autobús que recorría plaza Venezuela, una arteria principal de circulación, ubicada en el centro de la ciudad, que deslumbraba a los transeúntes por las modernas construcciones fruto de la bonanza petrolífera. El Maduro del siglo XXI, como la revolución que heredó de Hugo Chávez, dista mucho del anterior. En apenas ocho años, consolidó un Estado torturador y represivo, en el que reina la impunidad, la miseria y la pobreza extrema. La crisis económica de Venezuela ha empujado a más de cinco millones de venezolanos a huir del país y la Organización de Estados Americanos (OEA) ha advertido de que podría ascender a siete millones si Maduro se mantiene en el poder.
Fue un hombre listo, aunque se desconozca su formación académica y el único recuerdo universitario que se tenga sea el de un agitador político, para situarse al lado del hombre que en 1998 ganaría las elecciones. Pero como dice la periodista venezolana Ibéyise Pacheco, en su libro ‘Los hermanos siniestros’: «Maduro más que de Chávez ha sido siempre de los cubanos».
Sindicalista
Pero todos los hombres tienen un pasado y antes de ser el «presidente obrero de Venezuela», como se llama a sí mismo, Nicolás Maduro era un donnadie que se ganaba la vida conduciendo autobuses. «Era un vago, un irresponsable y un vago», dice a ABC David Vallenilla, exjefe del mandatario venezolano que compartió con él largas jornadas laborales durante al menos seis años. «Dejó de ir a trabajar y un día llegó a mis oídos que el joven se había involucrado con el sindicato de Plaza Venezuela. Él era un simple delegado, pero nos hacía creer que era uno de los representantes y debía asistir a los actos», apunta el supervisor que conoció a Maduro en 1992.
Cuando conoció a Maduro no se imaginó que aquel hombre también dejaría atrás el asiento de conductor para asumir un reto más grande: conducir hasta descarrilar un país.
Vallenilla, que desde hace dos años vive exiliado en Madrid, entró en la compañía en 1988. Fue entrenado por franceses y españoles, que lideraban entonces los procesos de formación, y once meses más tarde, tras recibir mensualmente el honorífico premio de ‘conductor del mes’, dejó atrás el volante y los pedales, y pasó a ocupar el cargo de supervisor de transporte superficial llamado allí ‘metrobús’. Cuando conoció a Maduro no se imaginó que aquel hombre también dejaría atrás el asiento de conductor para asumir un reto más grande: conducir hasta descarrilar un país.
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