Lo que plantea la decisión de los partidos políticos de oposición de quitarse de encima su propia decisión de echar afuera a Nicolás Maduro declarándolo tramposo electoral, es que el régimen manda en Venezuela y la oposición no, y que, en cambio, son demasiados los opositores dispuestos a negociar con el Gobierno en busca de provechos propios; y que en la oposición, que tanto ha hablado de justicia, libertad, democracia y otros valores éticos, hay niveles similares de bajeza, mediocridad y corrupción a los señalados como culpas al castromadurismo.
Es un triste resultado, no sólo comprobar –basta salir a la calle a comprar cualquier cosa- la hecatombe económica generada en un país que fue rico al menos desde la segunda década del siglo XX hasta el desastre calderista de los cinco años finales del mismo siglo (Caldera no forjó el desastre total que incrementó Chávez, sólo lo amplió por su absoluta incomprensión del tema), sino entender que siete millones de personas no huyen de un país por el simple placer de viajar y que tanto los millones que se han ido como los que nos hemos quedado, lo hemos hecho por haber perdido toda esperanza de solución.
Y esa pérdida de esperanza es porque no se cree en que el castromadurismo y lo que queda del chavismo puedan hacer nada, y porque tampoco se cree ya en la oposición que persiste en los nombres y partidos, y en las soluciones débiles y nada originales que nada arreglarán –cuidado si empeoran- si algún dia llegaran a gobernar.
Es triste, decepcionante y altamente preocupante cuando es perfectamente posible verificar que un país que llegó a ser líder de la democracia continental, se convierte a sí mismo en no más que un conjunto de desgastes y que nuestros dirigentes políticos no merecen la menor confianza.