Sinceramente el nombre de los protagonistas no los recuerdo. Dejé pasar mucho tiempo entre el día que presencié la escena que me “inspiró” a escribir este este y el momento en el que me senté formalmente a redactarlo. No me queda otro remedio que bautizarlos, desde ahora los llamaremos J y G.
Serían las 12:30 del medio día. Luego de uj largo recorrido de trail running de unos 13 kilómetros desde el Campamento Catedral, vía El Paují (estado Bolívar), finalmente estábamos en la cima del Tepuy Kanauyén.
El esfuerzo había valido la pena. Nos habían descrito «El Abismo», como uno de los lugares más bellos de la Gran Sabana. Pero se quedaron cortos, muy cortos.
Este lugar, al que solo se llegas caminando (en nuestro caso corriendo) es el punto exacto de la geografía venezolana donde termina la Gran Sabana y comienza la selva brasileña. Mi grupo, compuesto por un par de colegas y amigos, quedamos en silencio ante la impresionante vista.
Durante el ascenso, un grupo compuesto por unas 15 personas, que previamente habíamos visto en la carretera que lleva a la base del Tepuy, llamó particularmente nuestra atención. Ya J y G se habían cruzado en nuestro camino.
Nuestro silencio, producto de la contemplación, fue interrumpido por una pareja, dos señores de aproximadamente 60 año que por fin llegaban a la cima, donde al filo del Tepuy J los esperaba impaciente con el resto de la familia.
“Suegros menos mal que llegaron, los traje hasta acá para pedir la mano de su hija”, dijo J, mientras sacaba de su koala una caja con lo que toda mujer desea tener en su dedo anular: una roca brillante.
La escena arrancó aplausos no sólo entre los familiares de J y G, sino entre algunos de los que me acompañaban y digo algunos, porque las chicas, no pudieron ocultar en su rostro una mezcla de envidia (no de la buena), guayabo y asombro.
“Te quieres casar conmigo”, agregó el chico, inyectando emoción a sus familiares y frustración a las solteras que me acompañaban. Sin duda J se la había comido. Lograr arrastrar a toda su familia hasta el punto más alto del Kanauyén, que por cierto significa «sitio de mujeres menstruando», para pronunciar al borde de un abismo la referida celebre frase, amerita quitarse el sombrero ante él.
Pero a diferencia de lo que yo pensaba y seguramente ustedes piensan ahora, J no es el primero que protagoniza esta escena, digna de un film romanticon de hollywood, en “El Abismo”. En El Paují, abundan las historias como la de ellos.
Unos años atrás un chico caraqueño, tan sudado como J tras el empinado ascenso, le pidió la mano a su chica en el mismo lugar. Unos meses después volvieron a El Paují a casarse y posteriormente bautizaron a sus hijos (morochos) en la iglesia de este pintoresco pueblo.
Igual ocurrió -según narran los residentes- con otra parejita, quienes retornaron luego de varios años a este punto del sur de nuestro país para montar un negocio y vivir “felices para siempre”.
“Es un lugar mágico, la leyenda dice que pareja que se compromete en el abismo permanecen junta hasta que la muerte les separa”, me explicó una vendedora de miel de la zona, arrancando risas fingidas de las chicas que me acompañaban.
Y algo de cierto debe tener la leyenda. Una de las solteras con las que compartí esta experiencia (si, la que casi estalla de envidia al escuchar a J), terminó enamorándose durante este viaje de un chico de la zona. La otra, no pierde la esperanza.
En cuanto a J y G lo poco que recuerdo es que viven en Cagua, estado Aragua, que ella estudia en San Juan de los Morros y que se lanzarían pocos meses después. Acá les dejo la foto que les tomé, si los conocen díganle que con gusto los acompaño a brindar (o por lo menos avísenle que son famosos).
Daniel Murolo
Fotos: Daniel Murolo