La administración de Joe Biden quiere recuperar de nuevo el liderazgo mundial de Estados Unidos con el relanzamiento de la agenda globalista que incluye el cambio climático, los derechos humanos y la democracia, entre otros aspectos fundamentales. Para resolver estos desafíos regresa al multilateralismo –suspendido durante la gestión de Donald Trump (2016-2021) por su política de “America First”– y a la relación transatlántica, ambos principios rectores de la política exterior del nuevo gobierno norteamericano.
En la primera visita al Departamento de Estado la semana pasada, Biden dijo que “Estados Unidos está de regreso. Estados Unidos está de vuelta. La diplomacia vuelve a estar en el centro de nuestra política exterior. (…) el liderazgo estadounidense debe enfrentar este nuevo momento de avance del autoritarismo, incluidas las crecientes ambiciones de China de rivalizar con Estados Unidos y la determinación de Rusia de dañar y perturbar nuestra democracia”.
Al día siguiente de la visita presidencial a Foggy Bottom, el secretario de Estado, Antony Blinken, arremetió contra China en su primera conversación telefónica con su homólogo Yang Jiechi. Le dijo que Estados Unidos seguirá defendiendo los derechos humanos y los valores democráticos, incluso en Xinjiang, Tíbet y Hong Kong, e instó a la nación oriental a unirse a la comunidad internacional en la condena del golpe militar en Birmania el 1° de febrero.
Tres días después de que Biden asumió la presidencia, China desafió el compromiso de la nueva administración americana con Taiwán con el envío de 13 aviones de combate que entraron a la parte suroeste de la zona de identificación de defensa aérea de la isla el sábado 23, seguidos de 15 el domingo 24. Fue la respuesta a la asistencia del embajador de facto de Taiwán en Estados Unidos, Hsiao Bi-khim, a la toma de posesión de Biden. De esta forma, el gigante asiático reta el liderazgo de Estados Unidos en su zona de influencia. El gobierno americano había cruzado una línea roja para la dictadura china: la invitación oficial a Taiwán a la investidura presidencial el 20 de enero, primera desde que se establecieron las relaciones entre Pekín y Washington en 1979.
El presidente de China, Xi Jinping, ha prometido que la isla nunca se independizará y que hará uso de la fuerza si es necesario.
Otro frente abierto con la llegada de Biden a la Casa Blanca es con el régimen de los ayatolás en Irán: el Plan Integral de Acción Conjunta (JCPOA por sus siglas en inglés), firmado en 2015.
La ruptura del acuerdo nuclear por parte de Trump en 2018 y en consecuencia el restablecimiento de la política de sanciones económicas que aisló el país de los chiitas provocó una crisis económica con consecuencias para la estabilidad política del régimen iraní.
Por ello, Irán ejerce “máxima presión” sobre la nueva administración demócrata para que se levanten las sanciones impuestas y sea reconocido como un Estado con capacidad nuclear –y con ello lograr un equilibrio en esta materia sobre el tema del terrorismo–.
Este domingo, la televisión estatal iraní informó que el líder supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei, dijo que la decisión “final e irreversible” de Teherán era volver a cumplir con el acuerdo nuclear de 2015 solo si Biden levanta las sanciones a la República Islámica.
El día anterior, el ministro de Asuntos Exteriores, Mohammad Javad Zarif, instó a la Casa Blanca a actuar con rapidez para volver al JCPOA, pues el Parlamento de su país aprobó una legislación que obliga al gobierno a endurecer su postura nuclear si las sanciones de Estados Unidos no se alivian antes del 21 de febrero. Además, asomó la posibilidad de que el acuerdo sea cancelado si es electo un presidente de “línea dura” en junio.
En fin, el régimen de los ayatolás busca arrinconar al nuevo gobierno estadounidense para avanzar en su agenda nuclear, lo que cuestionaría el liderazgo de Biden.
En América Latina y el Caribe, la nueva administración demócrata evalúa otra vez la premisa de que la solución para la inestabilidad regional requiere un cambio de relaciones con Cuba, como lo supuso la gestión de Barack Obama-Joe Biden en 2014.
En este momento, los gobiernos de izquierda de la Unión Europea y el Grupo de Puebla apuntan a sostener al “brutal dictador” –palabras utilizadas por Blinken– Nicolás Maduro en Venezuela, fuente de recursos ilícitos para los factores desestabilizadores de la democracia en el mundo. Necesitan, entonces, deslegitimar la presidencia interina ejercida por Juan Guaidó.
De hecho, venían haciéndolo paulatinamente después del 5 de enero cuando se instaló el Poder Legislativo en Venezuela bajo el supuesto de que la nueva administración de Biden tendría una estrategia distinta a la de Trump, que reconocía a Guaidó como presidente interino y a la Asamblea Nacional elegida en 2015 como único poder legítimo en el país.
Pero el 3 de febrero, el Departamento de Estado de Estados Unidos sorprendió a Cuba, la Unión Europea, el Grupo de Puebla y Rusia con una posición similar, que implica la ilegitimidad de Maduro y sus poderes públicos. Cuba actuó a través de Panamá para desconocer a Guaidó como presidente interino.
De acuerdo con el libreto de las fuerzas antidemocráticas, la Unión Europea y República Dominicana hicieron su parte. Panamá jugó su rol, desafiando la posición de la diplomacia estadounidense y retando el liderazgo de Biden en América Latina y el Caribe.
Cuba y el Grupo de Puebla creen que al final lograrán tomar el poder en las elecciones venideras en Ecuador, Perú y Chile este año. Y en Colombia y Brasil el próximo. Lo que les permitirá, más temprano que tarde, asumir el control de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos. Y con la OEA, colocarán en jaque la democracia en la región y el liderazgo mundial de Estados Unidos. Porque recordemos, como dije al comienzo, uno de los pilares fundamentales de la política exterior de la administración de Biden es la democracia.
Por ahora, China, Irán y Cuba ponen a prueba el liderazgo de Estados Unidos.