Los conos de hilos de vivos colores con los que la familia Mendoza elaboraba particulares hamacas, cobijas, alfombras y manteles tejidos llegaban “hasta el techo” de su taller años atrás. Eran tantos, que incluso los distribuían a otros artesanos, pero ahora, en su lugar, solo hay polvo y telarañas.
Raúl Mendoza y su hermana siguieron a su madre, Marcolina, en el negocio iniciado por su abuelo Juan Evagelista Torrealba que, en 1922, obtuvo un reconocimiento como el primer tejedor de lana de Tintorero, una población rural del estado Lara, a unos 450 kilómetros al oeste de Caracas, conocida por sus artesanías.
“No conocí a mi abuelo, pero debe estar orgulloso de que aquí está su nieto dando la pelea por lo que a él le gustaba”, dice con emoción mientras muestra su foto.
Narra que cuando su abuelo estaba al frente del negocio todo era diferente, incluso la materia prima.
Tenía las ovejas, las esquilaba y mi mamá hacía el hilo, ahora el hilo se compra ya de color, pero ahora es de mala calidad y por eso estamos cerrados”, dice, subrayando que su madre le enseñó a que las cosas fueran “bien hechas”.
Mendoza, de 73 años, relata a la Voz de América que la situación del país los fue llevando a disminuir sus operaciones. Los primeros problemas fueron la expropiación de una fábrica que les suministraba materia prima de gran “calidad” y las dificultades para obtener efectivo para pagarle a sus obreros, pero fue la pandemia de COVID-19 la que los obligó a cerrar el taller.
Paulatinamente la crisis les fue impactando y, recuerda, con nostalgia, la época en la que los fines de semana tenían que contratar personal auxiliar para atender a la clientela que recibían.
“Esto era full de gente, ahora lo que vienen son los murciélagos. ¿No vio cómo salieron de ahí los murciélagos?”, dice jocosamente en referencia a un par de ellos que aleteaban durante la entrevista.
Las contadas piezas en stock de la extensa producción del pasado y la poca materia prima que conservan, están expuestas en repisas de cemento que antes estaban repletas y son destinadas a clientes de larga data que los llaman para solicitarlas.
A pesar de las circunstancias, Mendoza, que por ahora se mantiene con las remesas que le envían los familiares que forman parte de los 6,8 millones de migrantes venezolanos, de acuerdo a la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela, no pierde la ilusión de volver a abrir sus puertas.
“No quisiéramos desarmarlos, tenemos esperanzas”, dice señalando varios de los telares anclados en el piso.
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