El 25 de octubre de 1917 fue la epifanía y el inicio del ascenso, del auge; el 31 de diciembre de 1991 fue el derrumbe, la caída. Entre una y otra fecha ocurrieron acontecimientos de notable importancia histórica.
La noche de aquel 25 de octubre (era en realidad 7 de noviembre, pero las fechas del calendario juliano, vigente entonces en Rusia, difieren en 13 días, en menos, de las correspondientes al calendario gregoriano occidental, por eso, se habla de octubre) de 1917, Lenin sale de su escondite en un barrio de Petrogrado (Rusia) y se traslada al Palacio Smolni, donde se reúne el II Congreso Panruso de los Soviets (allí, disfrazado, sin barba, con peluca y un pañuelo terciado en la cabeza, escuchó resonar la consigna “todo el poder para los soviets”), mientras las fuerzas bolcheviques ocupaban los edificios públicos y controlaban la guarnición militar y la flota del Báltico anclada en Kronstad (desde allí, el buque “Aurora” había dado las salvas convenidas anunciando el comienzo de la revolución). Lenin ordena la detención del Gobierno Provisional que se encontraba reunido en el Palacio de Invierno (antiguo palacio de los zares). Efectivamente, el Palacio fue asaltado -nos cuenta el historiador Carl Grimberg- “ya lleno de soldados revolucionarios que se mezclaban con los dos batallones de mujeres y cadetes, únicos con que contaba el gobierno. El desorden erra inenarrable, apenas se luchaba, todos estaban como perdidos por aquellos inmensos salones y pasillos, donde aún se veían ujieres uniformados…Los defensores entregaron las armas y huyeron. Kerenski –presidente del Gobierno Provisional-
también escapó en el coche de la embajada norteamericana…(se) procedió a la detención de los demás ministros” (1). En su “Historia del Pensamiento Socialista”, G.D.H. Cole sintetiza los sucesos victoriosos de octubre de 1917, así: “…En la noche del 24 al 25 de octubre, Guardias Rojas y soldados ocuparon las posiciones claves de la capital y realizaron una revolución sin derramamiento de sangre…” (2). A las 2 horas y 10 minutos de la madrugada del 26 de octubre (8 de noviembre) se constituye el nuevo gobierno con el nombre de Soviet (Consejo) de Comisarios del Pueblo, presidido por Lenin, Trotsky ocupó el Comisariato de Asuntos Exteriores y Stalin la nueva Comisaría de las Nacionalidades. La victoria alcanzada en Petrogrado, la capital (fue en marzo de 1918 que se decidió convertir de nuevo a Moscú en la capital, sede del poder político y administrativo), había que establecerla en el resto del país. En Moscú se alcanzó después de una semana de lucha, y luego fue rápida y se extendió a ciudades y campos de Rusia. Con la triunfante Revolución de Octubre, en Rusia, en verdad, se había consumado un golpe de Estado bolchevique.
Lenin, días después de haber tomado el poder, dictó un decreto fijando el 25 de noviembre para las elecciones a una Asamblea Constituyente, lo que había reclamado antes cuando estaba en el exilio. De un total de 41.686.000 votos, los bolcheviques obtuvieron menos del 25% y 175 diputados, en tanto que los socialistas revolucionarios (un socialismo democrático moderado) alcanzaron una clara mayoría absoluta de 370 diputados. Reunida la Constituyente el 18 de enero de 1918, fueron derrotadas las propuestas de los bolcheviques de refrendar los decretos revolucionarios, entre ellos, el del reparto de la tierra entre los campesinos; el de la “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado”; el que consideraba la posible revocación de los diputados elegidos, por parte de los electores; el que fijaba las condiciones de paz en relación a la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial (que terminó el 11 de noviembre de 1918 con la firma del armisticio entre Alemania y los aliados); y el que reconocía la primacía de los soviets sobre la propia Constituyente. Al día siguiente, 19 de enero, cuando los diputados volvían a la reanudación de la sesión parlamentaria, encontraron que el edificio de la Asamblea (Palacio Tauride) estaba rodeado militarmente y se les impedía el acceso. Ese mismo día, 19 de enero de 1918, la Asamblea Constituyente quedó disuelta por decreto, y Lenin dijo, contrariando lo que se había expresado en las elecciones, “ahora vamos a hacer la voluntad del pueblo, que es todo el poder para los soviets”.
La revolución o golpe bolchevique tuvo su piso ideológico en el marxismo, que predice que el capitalismo, régimen basado en la propiedad privada de los medios de producción, estaba condenado a su autodestrucción por sus contradicciones internas (“teoría del derrumbe”) y a ser sustituido por una nueva sociedad, la sociedad comunista, en la que se consagraría la propiedad social o colectiva de los medios de producción. Se sostenía esa predicción, apoyándose en la teoría del valor-trabajo y en la teoría de la plusvalia (el valor del trabajo no pagado por los capitalistas), conforme a las cuales una concentración empresarial incrementada en el capitalismo generaría una mayoría de asalariados explotados que se irían empobreciendo en una miseria creciente (“teoría de la pauperización progresiva”). La sociedad se escindiría en dos clases, la burguesía y la obrera. El proletariado, clase mayoritaria, aceleraría, por la violencia, el entierro del capitalismo, por lo demás ya dispuesto por la historia.
Edward Bernstein, entre otros, en su obra Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, publicada en 1899, rebatió dogmas y tesis del marxismo. Cuestionó la “teoría del derrumbe” porque el capitalismo estaba demostrando que era capaz de autocorregirse, de adaptarse a los cambios y sobrevivir. Cuestionó como falsa la “teoría de la pauperización progresiva” porque, a diferencia del capitalismo que conoció y analizó Marx, en el nuevo capitalismo evolucionaba una situación en la que los trabajadores mejoraban ostensiblemente sus condiciones de vida. Cuestionó la supuesta polarización de la sociedad capitalista en dos clases, porque la realidad mostraba que, entre la burguesía y la clase obrera, se formaba una numerosa y diversificada clase media, y aparecían diferencias sociales (ahora acentuadas por la revolución tecnológica) en el seno de los propios asalariados. Afirmó en fin, que gracias a la democratización del Estado, al rol activo de los sindicatos, a la existencia de legislaciones sociales avanzadas y de regímenes de seguridad social, el capitalismo iba teniendo progresivamente un rostro distinto al que tenía en la época de Marx, lo que posibilitaba que los cambios no se logren necesariamente por el uso de la fuerza y la violencia.
El derrumbe del comunismo, anunciado en el título de este artículo –ya largo-, lo dejaré para la entrega de la próxima semana.
Notas
1-Carl Grimberg. Historia Universal Daimon. Tomo 12. Página 91.
2-G.D.Cole. Historia del Pensamiento Socialista. Tomo V. Página 90.
Carlos Canache Mata