Cuando Vladimir Putin se convirtió en Presidente de la Federación Rusa en 2000, se comprometió a restaurar una “vertical de poder” que, según él, había sido socavada durante la década de 1990, cuando el Estado se encontraba en profundo declive. En su libro recientemente publicado, “La Verticale de la peur. Ordre et allégeance en Russie poutinienne”, el investigador Gilles Favarel-Garrigues, especialista en cuestiones de violencia, policía y justicia en el espacio postsoviético, descifra los mecanismos políticos, jurídicos y, a menudo, paralegales por los que el jefe del Estado ha conseguido implantar un sistema basado mucho más en el miedo de las élites y los ciudadanos de a pie a ser aplastados por la maquinaria represiva que en el respeto escrupuloso de la ley. Este miedo está omnipresente en la sociedad rusa y es un elemento explicativo a tener en cuenta a la hora de analizar las causas del estallido de la guerra en Ucrania y la naturaleza de la reacción de la sociedad rusa. Aquí un extracto de la introducción del libro, que presenta las principales tesis del mismo.
“Tras haber formado la vertical del poder, Vladimir Putin se embarca en la construcción de la horizontal del poder. Así, habrá terminado de construir la jaula del poder en 2002?.
Este chiste, que circulaba al principio del reinado de Putin, suena distinto dos décadas después, cuando la guerra de Ucrania hace estragos y la represión de los opositores en Rusia está en pleno apogeo. ¿Por qué el presidente se ha mantenido tanto tiempo en el poder y ha logrado imponer una agenda política tan implacable? A pesar de las sanciones impuestas por los países occidentales a Rusia desde 2014 y destinadas a socavar la legitimidad de sus dirigentes, ni la rebelión de las élites ni los movimientos de protesta parecen tomar forma por el momento. ¿A qué debe la longevidad del equipo gobernante, los temores que suscita, los intereses económicos que asegura y el apoyo social del que goza?
Este libro explora la dinámica del poder en Rusia. Aborda los usos políticos y sociales de la coerción, analizando el control de los funcionarios políticos y administrativos, el uso de la intimidación en el mundo empresarial y las iniciativas ciudadanas en la lucha contra la delincuencia y las incivilidades.
¿Cómo utiliza la administración presidencial las normas contra los cargos electos y los altos funcionarios? ¿Cómo se moviliza la ley en los ajustes de cuentas locales? ¿Cómo utilizan la ley los vigilantes autoproclamados para mantener el orden en el espacio público? Estas prácticas forman parte de la “dictadura de la ley” prometida por el jefe del Estado en 2000, utilizando una expresión provocadora en un momento en que las élites políticas rusas y los expertos occidentales juraban la necesidad de democratizar el país y construir un “Estado de derecho”.
El objetivo inicial de esta “dictadura” era restaurar la autoridad del Estado, especialmente en las regiones que las élites locales gestionaban como feudos. Valorando tres habilidades profesionales -la recopilación de información, la fabricación de escándalos mediáticos y el ejercicio de la justicia-, dio lugar a que la intimidación a través de la ley se convirtiera en un negocio competitivo y lucrativo.
Contrariamente a la creencia popular, la sociedad rusa no consagra el reinado del “nihilismo jurídico”: la mayoría de los litigios ordinarios se resuelven en el marco de la ley. Pero la ley también puede movilizarse, de forma más transgresora, para defender las prebendas de los dirigentes, servir de arma contra los rivales o de pretexto para los abusos de los verdugos. Lejos de ser un baluarte contra la arbitrariedad, la ley es entonces uno de sus vehículos, al servicio del más fuerte.
La “dictadura de la ley” se aplica sobre todo a los cargos electos y a los funcionarios administrativos. Los presos políticos no son los únicos que soportan el peso de la represión: durante la década de 2010, pocos Estados han encerrado a un número tan importante de ministros, gobernadores, alcaldes y altos funcionarios. Su lealtad al poder presidencial les da impunidad, pero es condicional: se les coloca en un estado de inseguridad al estar expuestos a procesos judiciales que se juegan de antemano y a magistrados sometidos a mandatos jerárquicos. En un “sistema” clientelista en el que uno debe su posición -y los recursos que la acompañan, legales o de otro tipo- a un protector superior, la instrumentalización de la ley y la justicia desempeña un papel disciplinario crucial. La acusación de corrupción es la más común, con detectives tan cómodos en las fuerzas del orden como en los despachos privados, chantajistas, difusores de escándalos, heraldos mediáticos y jueces que acatan órdenes.
Este control no carece de legitimidad a ojos de la sociedad. Muchos ciudadanos rusos expresan su desconfianza hacia las élites y piden un aumento de la represión. Esta demanda de severidad es explotada por todos los protagonistas del juego político, desde Vladimir Putin hasta Alexei Navalny. Explica que, a pesar de la mala reputación internacional de una clase dirigente considerada fuera de la ley, la represión de la corrupción ha sido una constante en la agenda política durante varias décadas, desde antes de la caída de la URSS. El apoyo popular a la represión se explica en particular por la prevalencia de una figura de chivo expiatorio – el funcionario corrupto – que consolida la legitimidad presidencial. En el discurso de los dirigentes, al que se adhiere una parte de la población, es precisamente a este intermediario a quien se culpa de la deficiente aplicación de las políticas públicas, y no al jefe del Estado.
De este modo, la lucha anticorrupción consigue eliminar a los opositores al tiempo que se hace pasar por una política virtuosa. ¿Significa esto que la “dictadura de la ley” funciona de acuerdo con sus objetivos? En otras palabras, ¿debemos considerar que la “jaula del poder” ya está completa? Si la “dictadura de la ley” contribuye al mantenimiento del orden político, no debería acreditar una representación piramidal, en línea con el “poder vertical” promovido por el jefe del Estado. Esto sería retransmitir la comunicación presidencial, que tiende a personalizar el poder político, para atribuirlo in fine a un soberano omnipotente, solo en la cima.
Las tres competencias necesarias para ejercer la “dictadura de la ley” – inteligencia, medios de comunicación, justicia – están disponibles a nivel local y se prestan a un uso comercial. Los actores sociales no dejan de apoderarse de ellas, con total autonomía. En el ámbito local se observan dos variantes de la “dictadura de la ley”: el ajuste de cuentas en relación con los litigios financieros y la participación de voluntarios en la policía con fines lucrativos.
Al igual que a nivel central, estas relaciones de poder se basan en la vulnerabilidad jurídica del adversario, la instrumentalización de la ley y la invocación de una demanda social. Al aumentar el riesgo de excesos, estas variaciones son también fuentes potenciales de desórdenes que desafían a las autoridades federales. La “dictadura del derecho” tiene que hacer frente a fuerzas centrífugas y la “vertical del poder”, sometida a fuertes presiones, vacila constantemente.
Al centrarse en las configuraciones de poder y su evolución, este libro intenta evitar dos escollos. Por un lado, propone desviar la atención de los análisis que valoran los círculos intelectuales, las eminencias grises y las corrientes de pensamiento que supuestamente inspiran la ideología de los dirigentes del país. Adopta el enfoque de estudiar las coaliciones que aúnan competencias profesionales para ejercer el poder, las relaciones de poder entre rivales, así como las interdependencias entre el personal político y los autoproclamados representantes de la sociedad civil. Al estar atento a las inflexiones que se han producido en las dos últimas décadas, también pretende distanciarse de los trabajos que pretenden cerrar el análisis del régimen político colocándole la etiqueta más adecuada. Ha habido muchos debates sobre este tema desde el final de la URSS. Decepcionados por los resultados de Rusia, los expertos en “transición democrática” han competido en imaginación: régimen “híbrido” o “dual”, democracia “cualificada” o “antiliberal”, autoritarismo “competitivo” o “neosoviético”… Si nadie se atreve a asociar a Rusia con una democracia, aunque sea imperfecta, el debate académico sigue su curso, sobre todo evaluando la pertinencia de considerar a este país como una “dictadura”, o incluso un Estado “fascista”.
A menudo se compara el poder en Rusia con un orden mafioso. El politólogo ruso Vladimir Gelman cita El Padrino para ilustrar el concepto de “consenso impuesto”, que define como una “oferta que no se puede rechazar”, porque los beneficios de ocupar una posición son, en su opinión, mayores que los costes de desafiarla. Observada desde finales de los años 90, la propagación de la jerga de los bajos fondos en el mundo político sirve a menudo como prueba de la demostración. La analogía también es retomada por los opositores, en particular Alexei Navalny cuando describió a Rusia Unida en 2011 como un “partido de ladrones y estafadores”, el término “ladrón” haciendo referencia a un estatus en el submundo criminal. La acusación se repite varias veces en este libro, asociando la “dictadura de la ley” con “métodos de gánster”. […]
Esta analogía se ha utilizado en numerosos estudios históricos y sociológicos. En efecto, las prácticas descritas en este libro recuerdan a las que despliegan los actores violentos para mantenerse en un territorio: el clientelismo, es decir, la concesión de favores a cambio de lealtad, la adhesión a convenciones no escritas, el arte de la intimidación y el chantaje, la legitimación a través de la respuesta a una petición de orden, o la valorización de una identidad y unos valores comunes.
Vladimir Putin y el ministro de Defenza, Sergei Shoigu (AFP)
Inspirado en dos décadas de investigación sobre el uso de la coacción en Rusia, este libro se centra en personajes y casos que me parecen emblemáticos del funcionamiento ordinario del poder. Se basa no sólo en mi propio trabajo, sino también en mi propia experiencia: he sido testigo de la progresión del autoritarismo en este país y yo mismo he pagado el precio de la “dictadura de la ley” al ser acusado de espionaje económico, juzgado y expulsado del país en 2008.
Escrito tras el inicio de la guerra en Ucrania, este libro intenta dar sentido a estas observaciones a la luz de la ofensiva actual. En un contexto tan cargado, que suscita ira y amargura, se corre el riesgo de sucumbir a la tentación de la sobreracionalización retrospectiva. El conflicto actual no estaba en los genes del putinismo y la formación del Estado ruso, constantemente sometida a fuerzas opuestas y a evoluciones contradictorias, construida a base de sacudidas, aceleraciones y retrocesos, podría haber seguido un curso muy diferente. Para evitar cualquier determinismo, se trata menos de identificar las causas que de dar sentido a los indicios que muestran cómo las fuerzas que actúan en la “dictadura del derecho” desde hace más de veinte años acompañan el endurecimiento autoritario del régimen.