Cuando el trastorno toca tres veces la puerta de casa

Redaccion El Tequeno

Marerwin siempre se supo diferente. Ese «no se qué» era percibido por su progenitora, Mélida Margarita Aleksic, quien lejos de inquietarse, se educó, pues ella también se sentía distinta al resto del mundo.

Esa divergencia pronto fue catalogada como un trastorno psiquiátrico que conllevaba tratamientos invasivos a los cuáles Mélida no estaba dispuesta a someter a su pequeña, a quien cariñosamente llamaba su fuente de investigación.

Con su vocación de educadora y su metro 50 de estatura, se esforzó por potenciar las habilidades sociales en la pequeña Marerwin Josmil Carnevali Aleksic, quien a sus 5 años sufría de intensas jaquecas, no hacía contacto visual con sus pares, tenía verbalidad limitada y contaba con unos kilitos de más, producto de su descendencia andina que todo lo bueno lo celebraba en la mesa.

Los desafíos diarios generaban miedo y ansiedad en aquella niña que tenía un hogar emocionalmente sano, con padres amorosos que la guiaban y apoyaban, pero qué al salir de la seguridad de su casa, debía lidiar con un entorno menos tolerante y más cruel, que la llevaba a refugiarse en su mundo interior.

Esa introversión que fue aderezada con un diagnóstico de depresión infantil, dislexia y severos problemas de aprendizaje, llevaba a los médicos a recomendar con insistencia que la internaran o intervinieran, pues no veían su diagnóstico como una condición neurobiológica sino como una enfermedad mental que irremediablemente terminaría en una existencia sin propósito.

Pese al pronóstico cargado de pesimismo y prejuicio social, Mélida decidió estudiar a su hija para adaptarse a su mundo, dejando que la imaginación e intuición guiaran sus pasos.

Descendientes de un matriarcado merideño que no se amilanaba ante las circunstancias adversas, buscaron la manera más amigable de lidiar con la situación. 

Mélida creó manuales y con tablas de multiplicar elaboradas con semillas y cartillas que reflejaban hermosos paisajes de los páramos venezolanos, descubrió que el aprendizaje vivencial era lo de Marerwin, quién pronto mejoró en lectoescritura y dominó los números antes confusos para ella.

Ya con 12 años de edad y una estatura que la hacía centro de atención y comentarios malsanos tanto de niños como maestros, sus padres la inscribieron en una academia de niñas que se encargaba de preparar a precandidatas para el concurso Miss Venezuela y entonces su timidez encontró maneras de dar pasos que la ayudaron a entenderse con sus compañeras, quienes tenían clara la meta de alcanzar la corona.

El objetivo de Marerwin era otro. Su constancia y dedicación la llevaron a desarrollar las destrezas sociales básicas y avanzadas que siempre le habían sido esquivas, supo lo que era la rivalidad y competitividad, pero con su particular personalidad y forma de expresarse corporalmente (porque seguía siendo muy callada) creó, sin querer, su sello personal que la llevó a ser llamada «Oyuki» y al verse bella frente al espejo y reconocida por sus iguales que comentaban sobre cómo se desplazaba sobre la pasarela, le dio la bienvenida al amor propio a su vida.

En sus palabras, entró siendo el patito feo y salió siendo un imponente cisne que robaba miradas a donde llegaba y ya no simplemente por ser «extraña» o diferente al resto.

Esa seguridad tanto física como interior se reflejó en su desempeño académico, que la llevó a ingresar a la universidad, vencer la ansiedad que le generaba el desafío de los estudios superiores y obtener, con destacadas calificaciones, su título de abogada. Eso sí, siempre apoyada por su mamá, también graduada en Derecho, quién seguía brindando apoyo como cuando Marerwin estaba en su etapa escolar.

También avanzó en el ámbito romántico y caminó al altar con quién se convertiría, contra todo pronóstico (porque los médicos le habían dicho que era infértil), en el padre de su primer y único hijo: Joshua Enmanuel, su «milagrito de amor». 

Aunque esa primera historia terminó en divorcio por cuestiones de juventud y limitaciones personales, le dejó a su primogénito, para quien por algún tiempo Marerwin fungió de madre y padre.

Años después, se regaló una segunda oportunidad en el plano sentimental y junto a su nuevo esposo, Fidel Oliveros, y el incondicional apoyo de Mélida Margarita, Marerwin hizo carrera en el área gerencial, pasión que congenió con su hogar, donde surgieron nuevos retos, y no precisamente los de cualquier madre primeriza. 

Ciertos rasgos de Joshua llamaron la atención de Marerwin, que siguiendo los pasos de su mentora no se quedó con la duda y llevó a evaluar a su pequeño. A los 4 años de edad del niño supo sobre el déficit de atención, sin embargo, algo seguía resonando en su cabeza, no estaba satisfecha con la respuesta, así que las visitas a los médicos, igual que en su niñez, persistieron. 

A los 8 años dieron un segundo diagnóstico que ratificaba el primero pero no fue sino hasta los 16 años de edad del jovencito cuando la palabra autismo llegó oficialmente a casa.   

Aunque Joshua era un niño de alta funcionalidad, muy creativo y con grandes habilidades para las artes y la oratoria, sus características que lo hacían diferente a sus compañeros, le resultaban muy familiares a Marerwin, quién, siempre curiosa, también se sometió a los exámenes de protocolo y descubrió a sus 47 años de vida que lo que en su niñez era llamado trastorno mental, no era otra cosa que autismo, condición que a Mélida Margarita también le fue diagnosticada cuando sumaba 70 años de vida y batallaba contra un cáncer de hígado terminal.

No hubo conmoción con el triple hallazgo. Sintieron alivio porque ya sabían qué era «eso» que los hacía «especiales» y blanco de miradas no siempre deseadas.

Con tres personas dentro del espectro autista en un núcleo familiar, formarse seguía siendo una necesidad, por lo que, con ganas de socializar las experiencias exitosas, exaltar el acervo andino y visibilizar que tener la condición no era una sentencia al fracaso académico, profesional y personal, Marerwin siguió el llamado de su hijo Joshua de inventar una organización para salvar el planeta.

De la mano de su mamá, esposo e hijo, Marerwin creó la Fundación Mochila de Sueños del Joven Simón, organización venezolana sin fines de lucro que comenzó operando en Caracas y ya tiene alcance internacional, a través de la cual promueven la educación emocional a través del autoconocimiento y el amor propio.

Con más de una década de labores y con un alcance de 26.600 personas atendidas entre los años 2019 y 2022 en sus diferentes programas de abordaje educativo dirigido tanto a las personas que están dentro del espectro autista, como a docentes y cuidadores primarios, Marerwin está convencida que la vocación de servicio está en el ADN de su familia.

Con generaciones familiares en el área educativa, la docencia se convirtió en un apostolado basado en el servicio desde el amor, respeto e inclusión a las familias, por lo que adicional a la organización sin fines de lucro Mochila de Sueños del Joven Simón, Marerwin ideó junto a su esposo Fidel, una consultoría privada que brinda un servicio inteligente a emprendimientos de personas que por falsas creencias sociales son catalogados como población vulnerable.

Así brindan un apoyo educativo no solo a quienes están dentro del espectro autista, sino también a mujeres, afrodescendientes, comunidades indígenas y adultos mayores, con la intención de hacerlos sentir parte de un conjunto que lucha por ubicar a Venezuela como una tierra de oportunidades, donde como familia decidieron dar un salto de fe en contra de todos los convencionalismos sociales y convertirse en una representación de la venezolanidad, un ejemplo de lucha pero sobretodo de resultados.

Con su experiencia de vida, la única certeza que tiene Marerwin es que se nace y se muere con autismo, una condición, no una enfermedad, por lo que ignorarlo o rechazarlo no son opciones, así que con orgullo se declara una mujer plena de 55 años con autismo, madre de un joven exitoso de 26 años con autismo e hija de una mujer con autismo que hasta su último respiro demostró cómo vivir en armonía cuando el trastorno toca tres veces la puerta de la casa, demostrando que a veces las oportunidades se visten de negro.

Por Mich Ro

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