En decenas y decenas de videos, más o menos el mismo y extremo contraste material: unos funcionarios muy bien alimentados, vestidos con ropas de marca, gente planchada y con todos los accesorios en su lugar, insultan y golpean a hombres flacos, vestidos con ropas desgastadas, casi incoloras, con huecos de tanto uso.
Uno de ellos, al que dos hombrones levantaron por el aire, para lanzarlo a continuación a la parte trasera de un camión –como quien tira un trasto al camión que recoge los desechos–, lleva un jean de tres o cuatro tallas más grandes que la suya. No tiene cinturón sino un cordel de cáñamo o de sisal, con el que sostiene sus abombados pantalones. La escena es inequívoca del declive de la Revolución cubana: unos funcionarios inflamados y envueltos en prebendas y prácticas de corrupción, que se ensañan con personas pobres o pobrísimas.
Otra escena: un grupo de defensores de la revolución marchan por una avenida de La Habana. Gritan consignas y llevan unos palos de sólida madera en las manos. Algunos lo levantan, listos para dejarlo caer sobre la cabeza del primero que se oponga. También van vestidos con cuidado. La cámara baja hacia el pavimento: casi todos llevan zapatillas Nike negras, con detalles blancos. No hay duda: el represor, en Cuba, es un sujeto bien remunerado. Come bien, se viste con esmero y golpea con fuerza impune a personas indefensas.
Como reacción a las protestas en curso, el régimen castrista ha iniciado una feroz campaña propagandística, grotesca y costosa: mascarillas rojas, gorras rojas, franelas rojas, chaquetas rojas y quién sabe cuánto más, y cientos de miles de afiches y pancartas con esta frase: “Los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen”. El comunismo hambreador y criminal es el que ama, el hambriento que protesta por su hambre es el que destruye. Es obvio, pero debo anotarlo: hay dinero para mentir y distorsionar, no para paliar el hambre.
Por una parte, intentan desprestigiar, socavar el ánimo de los ciudadanos. Más todavía: amenazan. Burócratas y funcionarios de alto rango –los enchufados del régimen– llegan hasta las proximidades de los comercios donde hay largas colas para decir, en voz alta, que el gobierno hará todo lo que esté en sus manos para defender la revolución. En una de esas colas, una mujer de unos 60 años, con una bolsa de plástico en las manos, le grita al fornido de blanca guayabera planchada: ¿Y qué vas a hacer, me vas a matar?
En decenas de videos domésticos, no solo de La Habana sino de otras localidades cubanas, pequeñas ciudades y pueblos, costeros o del interior de la isla, es abrumadora la presencia del deterioro, las paredes desconchadas o sin recubrimiento, los artefactos dañados, la herrumbre de las cosas que se mantienen una vez que han cruzado el umbral del agotamiento. La de Cuba es una pobreza omnipresente, convertida en paisaje, en realidad cotidiana, en aplastante atmósfera. Imposible de ocultar. Es lo que se respira: precariedad por todas partes. Un mundo que respira en medio de un incalculable deterioro.
Las personas que hablan en esos videos no necesitan decir ni una palabra, ni formular una denuncia, para que los espectadores entendamos: viven sometidos a los rigores del hambre. Pero, contrariando una tendencia que ya tenía un carácter histórico, estas protestas han desestimado cualquier previsión: el pueblo cubano ha roto el silencio. Ha roto el silencio y ha hecho sentir sus voces en todo el planeta.
He leído a varios estudiosos y analistas de la historia cubana contemporánea y todos coinciden en la conclusión principal: las protestas fracturaron una recurrencia de casi seis décadas. ¿En qué consiste esta fractura? Que los diques se han fracturado. Que los controles mostraron su limitación. Los cubanos se demostraron a sí mismos que podían protestar y captar la solidaridad del mundo. Experimentaron y comprendieron que el hartazgo puede salir a las calles, expresarse abierta y pacíficamente, a pesar de que el régimen vigila y controla todos los espacios, todas las comunicaciones, todas las reuniones, todos los esfuerzos por organizarse. Salieron a la calle a pesar de que conocían la respuesta que recibirían, la de la represión pura, dura y sistemática. Los jóvenes sabían que los corpulentos funcionarios Lacoste los atacarían. Y habían previsto, porque de ello se habla en muchos de los videos, que a los detenidos los desaparecerían, que algunos serían torturados, que las familias serían sometidas a días de ocultamiento, desinformación e incertidumbre. A nadie debe escapar este hecho: cuando un cubano sale a la calle a protestar, lleva consigo su cuota de miedo, pero también, una voluntad que se mide con ese miedo y lo vence.
La otra cuestión que es necesario mencionar se refiere al recurso, al arma de los teléfonos móviles, que en el caso de Cuba cumplen una tarea fundamental, que es la de documentar, nada menos que la que está llamada a ser la última fase del castrismo. Miles y miles de videos que registran lo que está ocurriendo: atrás han quedado los tiempos en que el represor podía ocular sus conductas bárbaras. La lucha cubana tiene en los teléfonos inteligentes su principal recurso.
Y es que, a pesar del peso y la organicidad del sistema represor cubano; a pesar de soplones, milicias, policías, energúmenos y bestias de distinta especie; incluso, a pesar del temor irreducible, que es legítimo y hasta necesario, la sociedad cubana, sobre todo los más jóvenes, han dicho no más. Se acabó. Ya no escuchan la retórica del régimen. Claman por otra vida. Hablan de trabajo, progreso y democracia. Con fuerza y convicción. No quieren saber de excusas, explicaciones truculentas ni de enemigos ficticios. Quizás, como nunca entes, el palabrerío del régimen, su sonoridad hueca, sus adjetivos impotentes, han perdido su eficacia. Cuba parece hacer entrado en la milla final. Eso significa que, en cualquier momento, tendremos una gran noticia que celebrar. También en Nicaragua, también en Venezuela.
Miguel Henrique Otero