Cada vez que un consumidor venezolano, con sus bolsillos siempre al borde del colapso, logra adquirir algún producto de origen vegetal, cultivado y cosechado en territorio venezolano, se produce un doble milagro: el primero, que consiste en que el comprador disponga del dinero necesario para adquirir los alimentos más básicos, en una economía devastada por la destrucción del aparato productivo y la inflación; el segundo, que es el asunto del que me ocupo en este artículo, el milagro de producir alimentos de origen vegetal o pecuario, que finalmente llegan hasta los mercados o a los mesones de comercios y automercados, después de sortear un sinnúmero de dificultades.
Solo cuando el consumidor se detiene a pensar en las condiciones en que trabajan los agricultores, en las dificultades y hostilidades que deben soportar, solo entonces entiende que todo productor venezolano es, en alguna medida, un héroe de la sobrevivencia y la resistencia.
La historia de los padecimientos de los agricultores venezolanos durante el régimen vigente tuvo un punto de inflexión ―un salto al vacío― cuando en octubre de 2010 Chávez firmó la expropiación de Agroisleña, el principal proveedor de herramientas, insumos, semillas y de asistencia múltiple con que contaban los productores agrícolas y pecuarios del país. No había transcurrido un trimestre ―el de Agroisleña debe constituir un récord de destrucción institucional en el mundo― cuando comenzaron los problemas: desaparecieron o escasearon las semillas y casi todos los insumos fundamentales. Aparecieron “vendedores” o gestores que conseguían los productos necesarios, pero con sobreprecios que doblaban o triplicaban, sin justificación alguna ―salvo la escasez― los costos de los elementos necesarios para producir. Los lectores más acuciosos deben recordar que, en realidad, la escasez de alimentos en Venezuela había comenzado en 2009, y que ―a consecuencia, en lo fundamental, del asalto a Agroisleña―, en 2011 la producción del campo venezolano comenzó a menguar muy rápidamente.
Desde entonces, las políticas y las realidades promovidas por el régimen de Chávez y Maduro se han abalanzado sobre los productores del campo, con una ferocidad, un desparpajo y una impunidad ilimitadas.
Uno de los problemas más profundos y que mayor desasosiego produce en las regiones agrícolas, no importa si se trata de pequeños o medianos productores, es la severa y permanente crisis de los servicios públicos: en la totalidad de las zonas productoras del país la electricidad falla casi a diario. La semana pasada, por ejemplo, el gremio de Fedecámaras del estado Trujillo puso a circular un comunicado que contiene una serie de denuncias. En el texto se nos recuerda que cuando no hay electricidad no funcionan los sistemas de riego, ni tampoco las cámaras de refrigeración. También se refieren a la falta de agua potable. Hace unas cinco semanas leí las declaraciones de expendedores de carne del estado Zulia que denunciaban la pérdida de mercancías lácteas y cárnicas tras los sucesivos apagones, que son el sello de la vida cotidiana en la región occidental del país.
Paralelo a esta cuestión, tan grave como el despojo del servicio eléctrico, es la escasez de combustible, vital para el funcionamiento de la maquinaria agrícola, vital para surtir las plantas generadoras de electricidad que tienen algunos de los productores, vital para el transporte de las cosechas a mercados y centros de distribución. Mientras el gobierno se permite el envío ―irresponsable, inmoral y traidor― de diésel a Cuba, la disponibilidad en el país es deficitaria: oscila, ahora mismo, entre 20% y 35% y, aunque pueda resultar asombroso para cualquier lector que no viva en Venezuela, ha habido meses, en los últimos 4 años, que el déficit alcanzó entre 90% y 95% (es probable que nunca llegaremos a saber cuál es el valor total, las cantidades por rubro y la destrucción de riqueza y empleos que ha representado la pérdida de alimentos y cosechas por falta de combustible, a partir de 2017).
Sin agua potable, sin suministro eléctrico, sin gasolina, sin gasoil o diésel, sin insumos básicos y sin semillas, pero tampoco sin seguridad física y patrimonial alguna. Esto hay que denunciarlo con firmeza, también en el ámbito internacional: a los productores del campo los acosan, persiguen, secuestran y roban bandas organizadas, que actúan, a menudo, con la protección o la omisión de uniformados venezolanos. Pero esto no es todo: desde hace cuatro años o más, sin que el Estado venezolano haga algún esfuerzo para impedir este horror, las familias que producen los alimentos son víctimas de un programa de extorsión, que no cesa: cada vez que transportan sus productos se encuentran, en cualquier punto de la geografía venezolana, las alcabalas donde son obligados a entregar dinero y parte de la mercancía a militares, bajo la amenaza de que serán detenidos y torturados si se niegan a hacerlo. Conozco el relato, de primera mano, de un productor de queso de Apure, que viajó a Barquisimeto. Cuando salió de su pequeña finca tenía 190 kilos de carga. Cuando llegó a la capital larense, tras pasar por 6 alcabalas militares, su carga se había reducido a 85 kilos. Esto nos advierte que, en rigor, los productores del campo venezolano posiblemente encabecen el ranking de la indefensión ante el poderío unilateral, militarista e ilimitado del régimen ante la sociedad. Creo que a nadie se les somete más, ni siquiera a los empleados públicos.
¿Termina aquí el cerco a los agricultores venezolanos? En absoluto. Para que tengamos una visión más ancha y compleja de lo que ocurre, tendríamos que mencionar la desaparición, en la práctica, de políticas crediticias; la ausencia casi total de asesoría y servicios técnicos; la inflación desatada que impacta sobre el precio del diésel y de los insumos; la carestía de gas para diversos usos; el estado infame de las vías agrícolas y carreteras; y la inexistencia de interlocutores en el Estado, entre muchas otras plagas.
Ahora me dirijo al lector: ¿es o no un milagro que a los mercados lleguen alimentos provenientes del campo venezolano?
Miguel Henrique Otero