Ha comenzado a debatirse en Venezuela si, una vez que el régimen chavista-madurista ha acumulado más de 22 años en el poder, la sociedad venezolana, la comunidad venezolana, ha sufrido lo que cabría llamar un daño antropológico: un cambio que, además de resultar significativo y evidente, ha afectado a muchos o, si se quiere, a amplias capas de la población.
Se trata, obviamente, de un debate muy complejo, porque obliga a establecer un corte o un punto de partida. Para constatar que se ha producido un cambio, hay que definir o describir cómo era ese venezolano que ahora ya no es el mismo que antes, porque unas fuerzas se le han impuesto, han vencido sus resistencias y le han obligado a cambiar su constitución física; le han forzado a modificar sus modos de expresarse, de comunicarse y relacionarse con los demás; han torcido el vínculo con las instituciones; y, en un sentido más amplio, habría que evaluar si se le ha obligado a adoptar otra visión de la realidad o del mundo. Como el lector puede concluir, la cuestión puede resultar controvertida, suscitar criterios muy distintos, dar pie a una discusión sin principio ni final.
Sin embargo, a pesar de todas esas dificultades, tengo la idea de que algo se puede decir al respecto, a partir de evidencias razonables y a la vista de todos.
Una realidad, masiva e indiscutible, es la expansión del hambre y la pérdida de peso promedio de los venezolanos. Somos una sociedad que ha enflaquecido, que se alimenta mal y que ha perdido la capacidad de consumir proteínas. Estos son factores mensurables, que no pueden ocultarse ni negarse. Están expuestos a simple vista. En ello hay un clarísimo daño antropológico, social y sanitario, que compromete el futuro de las personas, de las familias y del país.
El otro aspecto inequívoco, que podría resultar en un cambio de profundas repercusiones, se refiere al tamaño de la migración forzada que se ha producido en nuestro país: está próxima a 20% de la población, casi 7 millones de personas. Que un país pierda semejante porcentaje de la población en un tiempo tan corto, sin estar en guerra, es un hecho inédito. Y obliga a preguntarse por sus consecuencias en el aparato productivo, en la disposición de talentos en el país, en las capacidades para afrontar la reconstrucción de Venezuela. Este gigantesco movimiento de personas, que no tiene antecedentes en América Latina, ocupa el interés de especialistas en universidades y academias del mundo entero. No me cabe duda: es un daño enorme y duradero a la comunidad venezolana.
Otro cambio que debe ser registrado: el auge, la expansión, la multiplicación, hasta extremos insólitos, de la corrupción. La que ha sido una conducta reiterada en las entidades del Estado, de forma particular en la gestión de los contratos de compras y obras públicas, se ha diseminado simplemente a todo: hemos ingresado en una época donde pedir una cita en un hospital público o simplemente circular por cualquier calle o avenida del territorio puede significar para cualquier ciudadano una experiencia de extorsión, secuestro y hasta cárcel, por no pagar a las alcabalas de uniformados corruptos, que gozan de total impunidad. El asunto que quiero destacar es el de la indefensión: es probable que la sensación generalizada de indefensión que se experimenta hoy constituya un cambio sustantivo con respecto a su semejante antes del actual régimen. ¿Califica esto como un expediente de daño antropológico causado a la sociedad venezolana? Lo creo. El estatuto de impunidad y arbitrariedad, de precariedad del ciudadano ante los funcionarios, de omisión absoluta de las instituciones, todo ello conforma un cuadro radicalmente distinto con respecto al estado previo de cosas: el venezolano es hoy un sujeto a la intemperie, alguien que debe sobrevivir en una nación donde el funcionariado campea a sus anchas, protegido por una vasta red de complicidades.
Otro cambio, que cualquiera puede constatar minuto a minuto, es patente en el fenómeno de la polarización de este tiempo, cuyas ramificaciones no solo se reflejan en la intolerancia hacia cualquier opinión distinta a la propia. También en esa conducta de ponerlo todo bajo sospecha, de desconfianza generalizada hacia todo y hacia todos, en una actividad de constante escrutar en las redes sociales o en la vida de los demás. Se formulan acusaciones carentes de fundamento, se extraen conclusiones graves de los episodios más fútiles. Hay quienes prefieren invertir sus energías en atacar a opositores, quienes deberían ser sus aliados –aunque se difiera con respecto a cuál es el camino que se debe seguir–, y se enajenan por completo de la más importante responsabilidad política, que es la de denunciar y enfrentar al régimen, en todos los terrenos donde sea posible.
Aunque no soy un experto en los meandros propios de la sociología o la antropología, me atrevo a añadir una cuestión más a esta relación, seguramente incompleta, y que debe ser una de las más potentes expresiones del daño antropológico causado al ciudadano venezolano: vivir con miedo. Esa condición, la de un miedo que no cesa, que erosiona, que socava, que impide el sueño, que acecha a todos dentro y fuera de Venezuela, ese es, así lo creo, el más grande daño espiritual, cotidiano, sostenido –antropológico– que el régimen de Chávez y Maduro nos ha causado a los venezolanos.
Miguel Henrique Otero