El mundo, sobre todo los europeos y latinoamericanos e incluidas sus dictaduras de izquierda, como se constata desde los hechos del 6 de enero pasado, aún gira alrededor de Estados Unidos. Este sigue siendo la Roma de la antigüedad en el siglo XXI y todos los caminos conducen a ella. Acaso, como todos los imperios, en algún momento llegará a su final.
El factor Donald Trump es el síntoma que no el origen de la compleja realidad histórica global que vive Occidente desde hace treinta años (1989-2019). Aquel la desnuda. La literatura sigue repitiendo que Hugo Chávez Frías en Venezuela fue un traspiés, es decir, el producto de la negligencia o la miopía política de sus predecesores, quienes debieron frenarlo a tiempo y hasta encarcelarlo de por vida.
Nadie ha querido apreciar que Trump y Chávez, tanto como Berlusconi en Italia, son íconos que dibujan el presente y anuncian el porvenir. Las masacres del Caracazo y la plaza Tiananmén –en ambos extremos del planeta– fueron las campanadas del derrumbe de la Unión Soviética y el ingreso de la humanidad a la 3ª revolución industrial, la del dominio digital y la virtualidad, de lo imaginario con su tiempo de vértigo, por sobre las realidades geográficas de las patrias de bandera y sus sólidos culturales.
El tráfico de las ilusiones o la vuelta al anclaje en los nacionalismos históricos fue previsible desde entonces, eran los efectos que no las causas. Preocupaba a los alemanes, en 1989, el resurgir de los fundamentalismos. Yugoslavia luego se disuelve como Estado y se atomiza alrededor de sus culturas primarias, que las llevan a su guerra de genocidios. En Venezuela, en esa hora, no emergen las Fuerzas Armadas –como en los siglos XIX y XX– ante un estamento, el político, que califica de antipatriota, sino que lo hace como logia «bolivariana», anclada en el pretérito una vez como comienzan a disolverse las patrias de bandera después de la caída del Muro de Berlín.
La dispersión social, apagado el denominador común de las ciudadanías, se hace regla y se celebra. Se multiplican las legitimidades reticulares –acaso legítimas– y se les atribuyen derechos particulares, imposibles de ser garantizados por exponenciales desde el Leviatán que sostuviese el orden en todos nuestros países a lo largo de la modernidad.
Allí están como indignados los afrodescendientes, las comunidades originarias, los LGBT, las tribus urbanas, las parejas X, los abortistas, los amigos de la eutanasia, como factores microsociales de integración que se excluyen los unos a los otros. Hasta se bloquean los unos a los otros como internautas y en la plaza pública digital. Sustituyen la anticuada lucha de los “obreros del mundo uníos” del marxismo y hasta la consigna amalgamadora de las revoluciones modernas: «libertad, igualdad, fraternidad». Y ahora aparecen con mayor virulencia otros grupos que se demonizan recíprocamente, Black Lives Matter y el supremacismo blanco. Todos a uno van por sus derechos singulares y arbitrarios. Todos reclaman para sí que se les proteja en la diferencia, en la disolución social y ciudadana que significan.
Entre tanto, los ambientalistas ofrecen a las ovejas dispersas volver a la Madre Tierra o naturaleza y juntos metabolizarse dentro de ella. Y quienes más poder real adquieren desde 1989, superior al de los Estados y los gobiernos –he allí el factor Trump– nos dicen, en este disparadero deconstructivista que, si aceptamos volvernos dígitos dentro sus plataformas digitales, recobraremos el orden, la cordura; eso sí, bajo sus reglas y cánones. Dentro de ellas todo, fuera de ellas nada. Meses atrás, no lo olvidemos, artistas internautas derrocaron al gobernador de Puerto Rico a través de las redes.
Poco le ha importado al mundo, hasta ayer, que Recep Erdogan incurra en crímenes de lesa humanidad en Turquía o los haya cometido Nicolás Maduro en Venezuela; o que hayan ocurrido suicidios en cadena como tomas del parlamento en Hong Kong por el movimiento que, pidiendo auxilio a Estados Unidos, muestra en sus pancartas: «Si nos quemamos, te quemas con nosotros».
Esos ejemplos, como el de la otra satrapía, la del crimen organizado transnacional del narcotráfico cubano-venezolano, han sido objetos de curiosidad, útiles para la observación por laboratorios académicos. Mantienen ocupada, justificándola, a la burocracia de Naciones Unidas, inútil durante la pandemia. Hablan de la búsqueda de instantes propicios, necesarios hasta que tales represores del siglo XXI decidan sentarse a negociar y emulen la experiencia de Juan Manuel Santos, premio Nobel de la Paz.
Las quemas de las catedrales católicas, íconos de la cultura occidental judeocristiana –como pasa en Chile durante los meses recientes– son aceptadas como expresión reivindicativa y de revisionismo histórico, hasta que, desde Washington se denuncia y el planeta escucha angustiado un grito de alarma: “Se ha profanado el templo de la democracia”.
Los dueños del gobierno digital emergente, pasados los hechos, aceptando que ha sido polémica la decisión de Twitter de suspender de manera definitiva la cuenta de su importante usuario, aún ocupante de la Casa Blanca, anuncian la creación de otra plataforma tecnológica. Acopiará ella estándares en su cerebro artificial que logren discernir sobre eventos como los ocurridos durante las elecciones en Estados Unidos y para que en el futuro hayan decisiones más acertadas, menos controvertidas.
El Homo Twitter de César Cansino, que toma fuerza durante los últimos 30 años hasta llegada la pandemia de la China digital, le abrirá espacio al Homo Deus de Yuval Harari. A buen seguro nos regirá durante los siguientes 30 años, hasta 2049. El culto del «dataísmo», de la inteligencia artificial, de la robótica se impondrá, en la circunstancia. Dicen sus dueños que será capaz –ante el Homo Sapiens que somos todos, llenos de dudas y preguntas e incapaces de autogobernarnos–de responderle a la humanidad, incluso, si Dios existe o no.