La irrupción de la actual crisis causada por el coronavirus (SARS-CoV-2) ha supuesto un cambio extraordinario en nuestra forma de vivir.
Desde el momento en que la Organización Mundial de la Salud consideró la situación como una emergencia sanitaria, la información sobre la enfermedad asociada a este patógeno (covid-19) empezó a extenderse como la pólvora y a formar parte inherente de nuestra cotidianidad.
Tanto es así, que en poco tiempo gran parte de la población tenía conocimientos sobre cómo se expresa a nivel clínico y sobre las medidas de higiene que permitirían contener su rapidísima progresión.
Certezas e incertidumbres sobre el covid-19
Actualmente el volumen de producción científica sobre este coronavirus es abundante, pues miles de especialistas se han volcado en desentrañar sus misterios. La incertidumbre inicial empieza a abrir paso, al menos, a unas pocas certezas.
Entre ellas, que los síntomas más comunes del covid-19 son el dolor muscular, la fatiga, la fiebre, los problemas respiratorios, la cefalea y la pérdida del gusto o del olfato; así como que su índice de mortalidad varía a tenor de variables sociodemográficas.
Los tiempos en los que se desarrolla la infección son también conocidos: su incubación tiende a extenderse entre cuatro y siete días desde que el virus accede al cuerpo (con una ventana temporal máxima de dos semanas). En este momento suelen identificarse los primeros cambios en el estado de salud.
Con el paso de los días, el patógeno desaparece del organismo y la persona recupera progresivamente sus condiciones físicas previas. Esta es la forma de evolución más frecuente.
Por otra parte, aproximadamente 30% de los casos implicarían a pacientes asintomáticos. Estos muchas veces ni siquiera llegan a recibir un diagnóstico (aunque podrían transmitir la enfermedad a otros).
Sin embargo, con la desafortunada acumulación de casos que estamos viviendo, empieza a vislumbrarse un fenómeno preocupante: algunas personas muestran sintomatología persistente, especialmente relacionada con una intensa fatiga.
Este síntoma de la enfermedad continúa siendo una incógnita en lo relativo a su evolución y sus causas, pero su prevalencia aumenta a medida que el virus se extiende por el planeta.
¿Cuándo consideramos que un síntoma persiste?
Se entiende como sintomatología persistente del covid-19 aquella que se prolonga varios meses tras la resolución del proceso agudo de infección, manteniendo una intensidad que condiciona el día a día de los pacientes.
No se trata de un fenómeno inaudito, pues ya existía evidencia de que ciertos virus y bacterias podían provocarlo en el ser humano. Entre ellos, otros coronavirus responsables de los brotes que azotaron ciertas regiones del mundo en los albores del presente siglo.
Algunos ejemplos serían el SARS-CoV detectado en Asia durante el año 2003 (que acabó extendiéndose a otros países) o el MERS-CoV (Arabia Saudita, 2012).
Otras infecciones, como la del virus Epstein-Barr o la del influenza virus H1N1 (por citar algunas), también han demostrado su capacidad para generar sintomatología persistente.
En todos estos casos, la fatiga suele ser el síntoma más resistente a la remisión, lo que ha motivado la etiqueta diagnóstica genérica de fatiga postviral.
Las personas que la padecen refieren un cansancio generalizado, necesidad de reposo y dificultades para mantenerse en pie durante periodos prolongados. En algunos casos, la intensidad del síntoma alcanza una magnitud tal que imposibilita el desarrollo de las actividades diarias.
Todo ello se une a las dificultades de diagnóstico y evaluación implícitas a la fatiga por su profundo componente subjetivo. Esto puede contribuir a la frecuente sensación de indefensión y desesperación en la persona que los padece.
Qué sabemos sobre los síntomas persistentes de covid-19
En el caso del SARS-CoV-2, algunos estudios indican que 87 % de los pacientes mantiene al menos un síntoma dos meses después de la detección del primero.
Incluso empiezan a publicarse estudios que comparan esta forma de presentación con la encefalomielitis miálgica, una enfermedad muy discapacitante y poco comprendida.
Al menos para un grupo de pacientes, la resolución de los síntomas iniciales solo es la primera piedra en el camino. Desgraciadamente, todavía es muy escasa la información de la que disponemos para explicarlo.
La citada persistencia se ha observado tanto entre quienes mostraron un cuadro leve como entre quienes tuvieron mayores dificultades durante el proceso agudo. No obstante, se ha documentado más frecuentemente entre mujeres y entre quienes fueron ingresados en unidades de cuidados intensivos. Estos últimos pacientes a menudo requieren un tiempo superior de recuperación.
La severidad de la enfermedad y el sexo, por tanto, podrían ser importantes para entender este intenso cansancio.
Qué hay detrás de la fatiga postviral
Las primeras hipótesis explicativas indagan en las respuestas inflamatorias e inmunológicas que surgen naturalmente durante los procesos infecciosos. Estos, de manera ocasional, pueden descontrolarse y derivar en una peligrosa tormenta de citoquinas.
Este mecanismo en el SARS-CoV-2 está acaparando la atención de los especialistas que buscan resolver la incógnita. La capacidad del virus de atravesar la barrera hematoencefálica, y ciertos factores genéticos mediadores, también podrían explicar la aparición de síntomas neurológicos de larga duración (como la fatiga).
Por último, existen investigaciones en las que se subraya el papel de problemas psicológicos secundarios (ansiedad, depresión, etc.) como factores que contribuyen a exacerbar la experiencia subjetiva de fatiga y que tienden a acompañarla mientras persiste.
Asimismo, muchos de quienes padecieron la enfermedad y sufren síntomas residuales refieren sufrir estigma social, producto del miedo y del desconocimiento.
Mientras la ciencia se prepara para dotar de recursos a las personas con dificultades persistentes, continúa siendo esencial informar a la población sobre la infección y sus consecuencias.
Joaquín Mateu Mollá, Profesor Adjunto en Universidad Internacional de Valencia, Doctor en Psicología Clínica, Universidad Internacional de Valencia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.