“La historia es un cementerio de aristocracias”
Vilfredo Pareto
“En definitiva siempre habrá jefes”
Mao Tse-tung
Ha transcurrido una centuria desde la publicación de un libro sobre el que se han escrito ríos de tinta. Hablamos de la obra sobre los partidos políticos del politólogo alemán Robert Michels. En dicho libro Michels demostraba que la democracia conduce a la oligarquía, tal como lo revelaba en su enjundioso estudio sobre el partido socialdemócrata alemán, baluarte para la época de la democracia de masas y la participación política. Para nuestro autor, el factor fundamental del proceso de oligarquización, gracias al cual los líderes del partido instrumentalizan la democracia en función de sus propios intereses, estaba en el control de la organización, al convertirla de un medio para fortalecer la activación del pueblo y sus legítimas demandas reivindicativas, en un fin al servicio de su perpetuación en los cargos y su afán de controlar y disfrutar del poder. A la tesis central expresada en el control de la organización, el autor añadía dos elementos vinculados a la psicología política: la inmensa necesidad que tienen las masas de ser guiadas por sus líderes, como la irresistible ambición de poder que está inscrita en el ser humano, particularmente el dedicado a la actividad política.
El tema es vasto, y se despliega en el anchuroso campo de la historia de Occidente. Como ejemplo señalo aquí una ilustración referida al arquetipo por excelencia de la democracia. En efecto, en su diseño de las distintas formas de gobierno, los antiguos griegos eran conscientes de que las mismas tenían un destino de decadencia, consecuencia del abuso de poder, que hacía al gobernante abandonar el bien común y caer en la tentación de mandar para sí mismo, sea bajo una tiranía, una oligarquía o una oclocracia. Tucídides, el brillante historiador de las guerras del Peloponeso (siglo V a. C.), al referirse a la Atenas democrática, envidiada por su indiscutible esplendor, recogió en una frase lapidaria el realismo de la significación de los jefes, ejemplificada en su admirado Pericles, del que siempre reconoció sus virtudes como líder: “De nombre [Atenas] era una democracia, pero de hecho era el gobierno del primer ciudadano”.
Regresando a la modernidad, no puedo dejar de mencionar a Hans Kelsen, contemporáneo en alguna medida de Michels, y su libro sobre “la esencia y valor de la democracia”, donde estampa estas reveladoras palabras: “La democracia del Estado moderno es una democracia mediata, parlamentaria, en la cual la voluntad colectiva que prevalece es la determinada por la mayoría de aquellos que han sido elegidos por la mayoría de los ciudadanos. Así, los derechos políticos -en los que consiste la libertad- se reducen en síntesis a un mero derecho de sufragio”.
En la Venezuela actual la “ley de hierro de las oligarquías” está más vigente que nunca. La pretensión de Chávez y su liderazgo carismático, por destruir lo que llamó “las cúpulas podridas” de la “IV República”, terminó en la pavorosa construcción de una oligarquia (más bien una oligarquía de oligarquías) cuyos efectos deletéreos y destructivos los padece de mil formas la cotidianidad de nuestra gente, siendo la posibilidad de la reelección indefinida de todos los cargos de elección popular, consagrada en la Constitución, la mejor demostración del sello oligárquico del actual sistema político.
Nuestra oposición tampoco ha sido un dechado de virtudes en el tema de mis comentarios. Partidos controlados por élites que no se someten al escrutinio de sus militantes, perpetuándose así en el control de sus organizaciones, con el añadido de “guerras intestinas” que han impedido una sólida y necesaria unidad ante los graves retos que nos asolan, a lo cual se suma el mal ejemplo de asociaciones y gremios de toda índole de la llamada sociedad civil, donde impera el ímpetu oligárquico, constituyendo todos ellos desgraciados síntomas de la difícil tarea de regeneración ética y moral que los venezolanos tenemos por delante.
Ricardo Combellas