El Informe de la ONU sobre Venezuela constata la ejecución de violaciones graves de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad como políticas de Estado. Cabe recordar que la protección de las poblaciones bajo riesgo es el desiderátum normativo de la Carta de San Francisco, desde 1945, a pesar de su secuestro posterior por el principio status pro o soberanista. No por azar se inicia con una frase sólo «útil» para los 193 gobernantes de los Estados miembros y con la que éstos cierran su 75° Declaración conmemorativa, el pasado 16 de septiembre: “Nosotros los pueblos”.
La doctrina de la “intervención democrática” esgrimida por el presidente de Estados Unidos en 2003, antes de su acción militar en Irak, analizada cuidadosamente por Jean d’Aspremont (L’etat non democratique en droit international, París, Pedone, 2008), es de antigua data. Su origen revolucionario francés lo anima la idea medieval y escolástica de la «causa justa». Sin embargo, no encuentra eco pacífico en los estudiosos del Derecho internacional. Pero, en corrección de ese camino, mirando el propósito final de la ONU: “La protección de las poblaciones en riesgo” como lo explica Roberto Garretón, relator de la Organización para el Congo, emerge con fuerza la tesis de la «intervención o injerencia de Humanidad o humanitaria» que pone el énfasis en lo esencial: Más allá de la ocurrencia de una violación al principio de la democracia –sin cristalizar a nivel universal y ya cristalizado a nivel interamericano– cabe atender a las consecuencias, como la violación generalizada y sistemática de derechos humanos por Estados que, de suyo, no son democráticos.
No ha cedido totalmente, incluso por el apoyo de la Cruz Roja Internacional, el empeño en sostener de modo fraudulento y descontextualizándolo el principio de la No intervención, usado como nicho de impunidad por el imperio soviético comunista hasta la caída del Muro de Berlín y prorrogado ahora por sus causahabientes «progresistas». En buena hora el fundador de Médicos sin Frontera y canciller francés, Bernard Kouchner, denuncia la “teoría arcaica de la soberanía de los Estados, sacralizada en la protección de matanzas” (R. Garretón, “Il concetto de la responsabilitá di proteggere”, en Dialogo interculturale e diritti umani, IIJM, Bologna, 2008, pp. 501 y ss.).
Siguen criticándose, así, las intervenciones, aún las autorizadas por el Consejo de Seguridad en Somalia o en Bosnia o, sin su autorización, por la OTAN en Kosovo, arguyéndose los resultados prácticos. Pero igual es cierto que, cuando se decide no intervenir como en Rwanda, ocurre lo peor y más dantesco, como la traición por la ONU de sus fundamentos. “Los responsables de que no haya impedido ni detenido el genocidio son, en particular, el Secretario General, la Secretaría, el Consejo de Seguridad, la Unamir y el conjunto de los Estados miembros”, reseña con escándalo el Informe de la Comisión Independiente que investigó dicho crimen de trascendencia internacional en 1994.
Koffi Annam, por lo mismo, en 1999 se pregunta si la intervención humanitaria es, en realidad, un ataque inaceptable a la soberanía ¿cómo deberíamos responder a situaciones con las de Rwanda y Srebrenica, y a las violaciones graves y sistemáticas de derechos humanos que transgreden todos los principios de nuestra humanidad común?
En el caso de la invasión a Panamá (1989) o los de Haití (1994) y Sierra Leona (1997), se actuó para restablecer gobiernos democráticamente elegidos y conjurar violaciones de derechos humanos. Media en el penúltimo y como antecedente una autorización del gobierno reconocido internacionalmente como legítimo, y la del Consejo de Seguridad, a través de su resolución 940 de 31 de julio de 1994: “Actuando con arreglo al Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, autoriza a los Estados Miembros a integrar una fuerza multinacional bajo mando y control unificados y, dentro de ese marco, a recurrir a todos los medios necesarios para facilitar la partida de Haití de los dirigentes militares, de conformidad con el Acuerdo de Governors Island, el pronto regreso del Presidente legítimamente electo y el restablecimiento de las autoridades legítimas del Gobierno de Haití”.
Sea lo que fuere, cabe tener presente que, incluso sosteniéndose el debate en la doctrina, la norma de orden público internacional que prohíbe el uso de la fuerza se relaciona con supuestos específicos, a saber, como atentado contra la integridad [o inviolabilidad] territorial o la independencia política de un Estado; de donde se colige que una intervención como la relativa a la protección humanitaria sin fines de anexión territorial o en un país como Venezuela, carente de toda independencia política y material, cuyo territorio se encuentra canibalizado y bajo poder fragmentado de actores criminales internos e internacionales, adquiere una legitimidad y legalidad indiscutibles. Debería estremecer las conciencias de quienes tienen memoria del Holocausto o de las víctimas del Cono Sur, así oculten todavía el genocidio cubano o los millones de asesinados por Lenin y Stalin.
Cosa diferente es el debate político y oportunista al respecto. Otro el de quienes, equivocadamente, reducen la «responsabilidad de proteger» o R2P a una acción bélica clásica, omitiendo que los modos de actuar en el siglo que avanza no son esos y sí menos letales.
La ONU ha sido incapaz de asistir a la humanidad en la plenitud de nuestra Primera Guerra Global en curso, la de la pandemia, que deja casi 1 millón de muertos y 32 millones de contaminados por el covid-19 chino. Si no abandona el plano de su abulia diplomática seguirá siendo un club de patólogos forenses, o el patio de celestinaje de los mayores violadores de derechos humanos en el planeta.