Al tipo que soñó volar su dron cerca del volcán le han dicho diplomáticamente que el aparatito al suelo, pues la cosa no está para tonterías. Protesta por lo bajini -es español- pero no le queda otro remedio que ejecutar un aterrizaje de emergencia, así lo reseñó 20 MINUTOS.
Un mes después de que la lava y el gas encontrasen una puerta de salida desde el centro de la tierra, el espectáculo continúa siendo tan hipnótico como devastador. Lo disfruta el turista, lo sufre el palmero, rehén de la impredecible personalidad de su montaña.
Excepto La Gomera, tranquila ella, el resto de las Islas Canarias son islas de actividad volcánica, plataformas flotantes que, literalmente, se mueven, y que desde hace ya seis años están sometidas al minucioso escrutinio de geólogos, geofísicos y vulcanólogos. La Palma comenzó a despertar en 2017, cuando una sucesión de enjambres sísmicos dieron la voz de alerta y los expertos comenzaron a temer el inicio de un proceso previsto, en mayor o menor medida, en una isla siempre ligada a las predicciones apocalípticas: erupciones devastadores, tsunamis incontenibles y el fin de los días. “Bulos”, resumen los expertos.
Guillermo García (geólogo de Involcán), Alba Martín (geóloga y vulcanóloga también de Involcán) y Vicente Soler (vulcanólogo y geofísico del CSIC), 12 horas diarias por y para la criatura, coinciden por separado en el inicio de la historia: todo se acelera, mira por dónde, un 11 de septiembre. “Ese día comienza a aumentar la actividad magmática, la tierra se va deformando y los terremotos se acercan mucho más a la superficie”, recuerda Víctor primero y explica Guilermo después: “Pon agua a hervir en una cacerola y al rato verás que las burbujas de abajo comienza a subir hacia arriba. Ya intuyes lo que viene y puede pasar”.
El día de la erupción, todo ese riguroso trabajo previo concedió a los vecinos de la montaña un cuarto de hora para decidir qué parte de su vida permanecería a su lado y cuál quedaría enterrada bajo la lava. El impacto inicial dio paso a un comportamiento previsible de la cumbre, vigilada por más de 200 personas: “Nosotros podemos observar el volcán, intentar hacer pequeñas predicciones, pero nunca lo controlamos. La naturaleza, furiosa, no tiene control”.
Dos semanas y media después, Cumbre Vieja daba sentido al mandamiento de Vicente y cambiaba de comportamiento, con la aparición de nuevas bocas eruptivas y expulsando ríos de lava que colapsaron el cono volcánico: “Construye una montaña de arena en la playa, con un cubo y una pala, y después empieza a derramar sobre ella gotitas de arena mojada, todas en el mismo sitio. Al final, ese parte se derrumba, porque no es estable y no aguanta la presión de la arena… la fuerza de la lava”, cuenta Guillermo.
A 19 de octubre, nadie se atreve a poner fecha de caducidad: “Al principio -recuerda Alba- alguien dijo que entre veintitantos días y ochenta, pero hay que tener mucho cuidado con las predicciones. La montaña no deja de sorpendernos por su fuerza, su intensidad”·. El volcán no tiene pinta de querer detenerse, expulsando al aire libre rocas con miles de años de historia, y Guillermo aporta otro dato esclarecedor: “Hacemos análisis del dióxido de azufre expulsado cada día, porque eso es muy importante, el gas es el que presiona a la lava para que salga. Para decir que la erupción remite deberíamos contar unas 1.000 toneladas diarias; para asegurar que ya es estable hablaríamos de 100. Bien, en la última semana, hemos calculado unas 15.000 toneladas cada día”.
La ceniza que todo cubre y mancha
Y así vive La Palma, rehén de la montaña, que todo lo invade y monopoliza durante las 24 horas. El día siempre amanece gris, los gases escalan cuatro kilómetros hasta el cielo y allí se quedan, ocultando la isla bajo un telón de niebla tóxica, precipitando a tierra toneladas de ceniza, ceniza negra que alfombra carreteras e irrita ojos, boca, oídos y garganta. Y es igual que se barra, se marcha para volver al instante. No hay apenas rastro de asfalto en las carreteras palmeras, donde se levantan pequeñas olas de ceniza al paso de cada coche, al capricho del viento.
Y ya cuando el sol decide volver a dimitir, un día más sin trabajo, el escenario vuelve a cambiar y todo es naranja, tenebroso: la montaña escupiendo lava al cielo, los ríos de fuego camino del mar y el constante rugido que no cesa, como tampoco los terremotos. Retumban puertas y ventanas a 10 kilómetros a la redonda y los vecinos de La Palma viven, por llamarlo de alguna manera, con un ojo abierto y las maletas preparadas. El infierno ha decidido abrir franquicia en su querida isla.