De la “represión” se ha hablado y escrito en demasía. No sólo politólogos, también historiadores, sociólogos y educadores. Igualmente, gobernantes. Se entiende como la respuesta utilizada por un Estado cuyo sistema político contemple restaurar situaciones jurídicas violadas.
Sin embargo, no por el hecho que responda al llamado orden y a la paz debe violar derechos humanos. Tampoco, debe justificarse a objeto de mantener alguna ideología política. De aplicarse, esto debe ser proporcional a la ofensa recibida. De otro modo, es un exabrupto.
Hay países en donde la represión ha sido criterio de aseguramiento del poder político y su praxis es consumada de manera irracional. Ello ha causado problemas cuyas consecuencias han rebasado los límites de la justicia, la cordura y la sensatez.
Se olvida que la acción policial, ejercida en el ámbito de la seguridad, debe realizarse a conciencia de estar inmerso el policía en un contexto en el cual es importante actuar como “funcionario de la justicia” y no como subalterno de concepciones políticas egoístas, crueles, revanchistas y resentidas.
Estos funcionarios policiales actúan sordos y ciegos, como si por el arrebato de la furia fuese parte de la orden recibida por superiores embrutecidos e inhumanos. También reprimen porque recibirán la recompensa de algún bono compensatorio.
Caso Venezuela
En Venezuela la represión raya con un burdo artificio jurídico. La represión se convierte en patente confesión de la incapacidad del poder para afrontar y controlar circunstancias que merecen un trato humanitario e inteligente.
En lo que representa el caso Venezuela, el autoritarismo característico del régimen socialista continúa mostrando el largor y afilamiento de sus garras devastadoras. La dictadura bolivariana monta nuevamente sus cámaras de tortura con jueces siempre preparados para dictar sentencias al margen de pruebas consolidadas. Se trata de la represión como recurso de sometimiento y deshumanización.
En la memoria de muchos venezolanos ya no hay espacio para guardar recuerdos de momentos en que la represión, proveniente de manos policiales o esbirros desalmados, los hizo sus víctimas.
Casi la palabra de Philip Roth, en su libro El mal de Portnoy (1969), es la misma que pronuncian venezolanos martirizados por la represión practicada por el régimen socialista. “Tengo más marcas que un mapa de carretera, las represiones me señalan de la cabeza a los pies. Podría usted recorrer mi cuerpo entero a lo ancho y largo por inmensas autopistas de vergüenza, inhibición y miedo”.
¿Criterio doctrinal o conceptual?
Ahora el régimen, haciendo caso omiso a sus obligaciones con la Corte Penal Internacional (CPI), vuelve a cargar sus armas represivas para vaciarlas en la humanidad de cuanto venezolano se atreva a enfrentar (sólo con la palabra por delante) las arbitrariedades aducidas por el régimen. Más, cuando actúa con el propósito de mantener en la miseria a la población y tener derruido al país.
La utopía que pregona su doctrina, fundida en un bloque de barro, constituye la ilusa unión cívico-militar-policial que sólo puede tocarse desde la represión como la única filosofía que esboza cada ridiculez, exageración o sandez pronunciada o dictaminada por el cuestionado régimen.
El venezolano siente miedo cada vez que el régimen suelta adrede señales confusas. No sólo porque zumban al azar sino porque silban como balas en el furor de una guerra.
Cualquier rumor siembra pánico pues pareciera escucharse el espantoso ruido de la maquinaria de la represión rodando sobre calles. Así, la represión, ejercida desde adentro, ha sostenido a sus dominadores, sus comandos y oficinas.
Antonio José Monagas
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