No considero el concepto de generación como uno relevante para entender la dinámica de los acontecimientos históricos. Prefiero el concepto de élite, o como prefieren los italianos, el de clase política o clase dirigente (“ruling class”) de los anglosajones, o incluso clase dominante de los neomarxistas. Todos ellos se ligan al poder, su búsqueda y su control, que los torna más precisos y realistas. Generación es más útil para entender las tendencias literarias o artísticas que brotan y dejan su huella, independientemente de que algunos ramalazos invadan el duro mundo de la política. Es el caso paradigmático de la flamante generación del 98 y de la más poética generación del 27 en España. La generación se mide por la edad (algunos fijan caprichosamente el paso de una a otra en 25 años), mientras el poder se mide por su cercanía o lejanía, más complejo el asunto en estos tiempos de gerontocracia.
En nuestro país usamos y abusamos del concepto de generación en la política del siglo XX, con el agravante de que partimos de una, la generación del 28, que hemos convertido en un mito a partir de la cual juzgamos a las demás. Una suerte de mito fundador, por lo demás exitoso, que las posteriores nunca podrán alcanzar. Veamos sucintamente la relación de la generación del 28 con el poder. Una parte de los estudiantes, una vez terminados sus estudios, se dedicó a su profesión; mientras que de los que incursionaron en política, un grupo relevante se acercó al medinismo, que si vamos al caso fue un gobierno más liberal que democrático; para concluir con el tercer grupo, Betancourt y sus compañeros, que dieron un paso trascendental con la Revolución de Octubre, el inicio de nuestra moderna democracia.
Con cierta aprensión de mi parte, a la generación del 28 siguió la del 36, identificada con la UNE y su figura descollante, Rafael Caldera. Una generación significativa, pues la democracia moderna no se entiende sino con dos o más partidos en competencia por el poder, rol que Copei terminará cumpliendo junto con Acción Democrática. Después ubicaría a la generación de 1945, la más política, dada su integración por hombres que pudieron con éxito hacer de la política una digna profesión, como fueron los casos de Carlos Andrés Pérez y Luis Herrera Campins. A esta le sigue una generación que no dudo calificar de trágica, la brillante generación de 1958, buena parte de ella encandilada para mal por la Revolución cubana. Dos generaciones desplegaría a continuación, la “generación de la democracia “, que hizo carrera política como hija de la República Civil, y la generación del 99, dramáticamente cortada en dos partes, por un lado los oficiales integrantes del Movimiento Bolivariano 200, que irrumpieron a sangre y fuego en la vida del país, y la que Francisco Suniaga llama la “generación narcisista”, aludiendo a los jóvenes que entraron a la política mientras la República Civil agonizaba en sus contradicciones internas.
La generación militar destrozó la República, dejémoslo de ese tamaño, con su despiadado proceder. A los llamados “narcisistas “ les ha tocado el duro reto de combatir la dictadura, sufriendo los embates de una calculada represión y persecución que ha aventado al exilio a sus baluartes más granados. Dos errores tiñen su arrojo, sacrificio y dedicación: es una generación muy encerrada en sí misma, que no comparte sus afanes con otros; y, el más grave, la rivalidad que tienen por el liderazgo, en una época como la actual en la que la unidad es un imperativo categórico.
Ricardo Combellas