Cuatro meses después de haber sido esterilizada tras dar a luz por cesárea a su segundo hijo, queda embarazada. “¡Milagro!”, dicen algunas amistades de Yisbeli Ramírez, de 32 años, pero ella sabe que se trata de otra cosa: la única posibilidad de quedar preñada luego de que “liguen” a una mujer, es que realmente no lo hagan bien. Qué desastre habrán dejado ahí dentro y cómo puede afectar al niño, es lo que ella, como cualquier madre, se pregunta.
-Señora Yisbeli, su hijo tiene Retardo Motor Hipotónico.
-¿Y eso es peligroso? ¿Nunca va a caminar? ¿Va a tener discapacidad toda la vida?- pregunta entre sollozos.
-No sabemos, nos lo dirá el avance que tenga durante las terapias- le dice la neuropediatra, como diagnóstico a los seis meses de haber nacido en el Municipio Carrizal, estado Miranda.
La corazonada de que algo puede salir mal es un superpoder materno que no suele fallar. Desde el embarazo, las complicaciones fueron múltiples, desde episodios de fiebre hasta recurrentes subidas de tensión que evidencian algo fuera de lo común, por supuesto provocado por algo más que el presagio: una fallida operación para no tener más hijos. Los dos partos anteriores fueron sin novedades. Son niños sanos, nacidos sin complicaciones.
En el alumbramiento, el niño apenas respira, por lo que debe pasar directamente a la incubadora, sin siquiera intercambiar hormonas y amor en los brazos de mamá.
Allí dura varias semanas mientras sus pulmones terminan de madurar. Yisbeli, por su parte, debe recuperarse por el mismo lapso de tiempo de la convalecencia por haber sufrido una preclamsia durante la cirugía.
Dan batalla hasta superar la dificultad, a pesar de que la esperanza médica del bebé era de diagnóstico reservado (este es el eufemismo que usan los galenos para no decir a las familias cuando alguien se encuentra con elevadas probabilidades de morir). Aun así, saben que paulatinamente se presentarán patologías y problemas físicos. Parir luego de una presunta extirpación de las trompas de Falopio, no puede dejar nada bueno.
Las secuelas empiezan a notarse desde las primeras semanas. El niño está fallo de peso y talla, permanece por debajo de cada uno de los patrones que indican un cuerpo saludable de acuerdo a su edad. Llegado el tiempo, es incapaz de sentarse, rodar, agarrar el tetero o tan siquiera apretar fuerte el dedo cuando se coloca sobre la palma de su mano.
En medio de esto, que pudiese ser atendido con previsiones en una situación de estabilidad sanitaria y económica, papá, se queda sin empleo a raíz de los recortes de personal en la empresa donde trabajaba como consecuencia de la poca productividad por la cuarentena debido a la pandemia del Covid-19.
Son personas humildes habitantes de la una popular barriada de Los Teques, quienes subsisten con los ingresos mínimos de este salario que ha dejado de caer cada quince y último. La incertidumbre retumba en el estómago de tres niños, uno de ellos con condiciones especiales, y dos adultos desesperados.
Entretanto, hospitales y clínicas privadas se preparan dentro de las carencias para recibir a pacientes con coronavirus, lo que aparta a un segundo plano los requerimientos específicos de un niño que amerita unas terapias que por sencillas pudieran obviarse y terminar en un adulto en minusvalía, postrado.
Ni siquiera vender algunos corotos para costear los cinco dólares de cada sesión, siendo necesarias dos por semana, es suficiente para atender al bebé. Es una tarea titánica en la que sucumben los dos primeros meses de pandemia.
El virus se abre camino fantasmalmente y a gran velocidad, acompañado de un pánico a contagiarse que se alimenta de un coraje necesario para enfrentarlo ante la imperativa de salir a buscar comida para la casa.
Todo se junta en una tragedia transversal cuando Yisbeli sufre una parálisis facial producto de la preocupación y debe hospitalizarse bajo sospecha de un Evento Cerebro Vascular (ECV), pero nunca lo sabrán porque tres días después, sin que le hayan realizado ningún tipo de estudios de laboratorio, es enviada de regreso a casa.
Enfermarse durante una pandemia de un padecimiento distinto al que acongoja la humanidad, es pasar a planos inferiores en las jerarquías prioritarias.
La estadía en una cama de hospital sirve de algo, pues la catarsis es inevitable. “Mi bebé está mal, mi esposo no tiene trabajo, la nevera está vacía, ¿qué puedo hacer? ¿Cuál es mi talento?”, se cuestiona en busca de aquello que pueda sacarlos de aquella situación que no solo les ha provocado perder peso considerablemente, sino que deteriora su salud en general.
Cuando hay dudas, reflexión, interrogantes, inexorablemente vienen detrás las decisiones, soluciones y respuestas.
Ya en el hogar, recuperada de quién sabe qué le habrá dado, recibe el apoyo de su amiga Isabel Tesara, un ejemplo a seguir de la comunidad quien, sin dejarse amilanar por la propia humildad, montó un comedor popular para, en un inicio, dar almuerzo a diez niños en condiciones extremadamente vulnerables que se han convertido, en apenas seis meses de pandemia, en cien personas todos los días quienes reciben alimento gracias a las donaciones que recolecta.
– Chama, tú cocinas sabroso. Todo te queda bien. Aprovecha que ahorita todo es por encargo y delivery- le dice animosamente, en contestación a aquella controversia sobre sus cualidades y talentos.
Yisbeli solo la ve y, totalmente abstraída en un silencio de esos que gritan cosas nuevas, transformaciones, se va a servir café.
Al día siguiente invierte todos los recursos que tiene para preparar una torta. La ofrece entre los vecinos, vendiéndola en apenas media hora, con lo que recupera la inversión y obtiene una ganancia. Llama a Isabel para contarle y agradecer su fuerza, ese último empujón necesario para abrirse camino que a veces se encuentra en lugares y personas que no se espera.
Durante la primera semana, inician las flexibilizaciones de cuarentena durante las cuales puede llevar al bebé para que le realicen sus terapias en un centro privado. La nevera tiene algo más que agua, aunque no sobre nada.
Ya no solo es una torta, sino alrededor de veinte semanales, además de galletas, pan y, obviamente, tequeños, pues una tequeña que cocine rico tiene que saber hacerlos. Papá, por su parte, consigue trabajo y puede ayudar a llevar el pan a la mesa.
Juntos, han logrado levantar de las cenizas una familia arrasada por los avatares de un año devastador. Sobreviven una ventisca terrible con paredes que les resguardan, aunque no sean totalmente sólidas. Cuando las mariposas empiezan a revolotear en el estómago, por amor, por hambre, o por las dos, siempre requerirán acciones especiales, fuera de lo común, para apaciguarlas y convertirlas en cosquilleos de alegría.
En Venezuela, como en el mundo entero, existen emprendimientos enormes, surgidos de la nada y que se han convertido en experiencias sumamente exitosas que cuentan con el apoyo, la solidaridad y el reconocimiento de todos. Periodistas escriben sobre ellos, políticos les dan premios, bancos otorgan financiamientos, los ciudadanos postean sus logros en las redes sociales. Nos encantan porque, nadie puede negarlo, son tan encantadores como ejemplares.
En cambio, como Yisbeli hay millones. En cada barrio, en la urbanización, en tu propia familia seguramente. Capaz tú has sido como ella muchas veces y sigues en busca de “pegarla del techo”, como se dice en perfecto criollo. Esta no es una historia excepcional por única, al contrario, lo es por repetida, por común, porque representa a un país que sufre y se levanta cada mañana con sueños cada vez más ambiciosos. Puede ser María, Carlos, Lorena o Sofía: es una Nación con miles de nombres capaces de superar lo que sea.
Gracias a las tortas, galletas, panes y tequeños de Yisbeli, su hijo, con todo y Retardo Motor Hipotónico, algún día ondeará con orgullo la bandera tricolor.
Carlos Javier Arencibia