Tras casi un año de pandemia, el mundo entero ha modificado su vida para adaptarse a una nueva normalidad en la que las mascarillas y los geles hidroalcohólicos son parte imprescindible del día a día. Sin embargo, es común ver en redes sociales y medios de comunicación a personas que conocen las normas y se las saltan, especialmente si hay actividades de ocio o familiares de por medio.
La pandemia de coronavirus será uno de los mejores casos de estudio para la comunicación en salud y las humanidades médicas del siglo XXI. En ninguna otra pandemia la población general había tenido acceso tan directo e inmediato a información, medidas de prevención y protocolos de actuación gracias a internet, los medios de comunicación y las redes sociales.
A pesar de esta información –también infoxicación– sobre cómo frenar la propagación del virus y qué hacer si presentamos síntomas compatibles, la constante violación de las medidas de prevención y seguridad nos hace preguntarnos qué está fallando. Una de las claves parece estar en la comunicación. Personas que se quitan la mascarilla para estornudar o toser en público, fiestas familiares en espacios cerrados y sin mascarilla y bodas que se convierten en tragedias nacionales son solo algunos ejemplos.
¿Cómo podemos explicar esto? A través del discurso de la otredad.
El discurso es una serie de creencias que funcionan durante el momento de la comunicación. Este depende del contexto histórico y social y, como señala el filósofo francés Michel Foucault, instituciones y personas participan en él reforzándolo o cuestionándolo a través del lenguaje, los signos e incluso las acciones.
La otredad es uno de los conceptos más populares del siglo XX. El teórico poscolonial Edward Said considera la otredad como el mecanismo que justifica siglos de colonialismo británico. Los otros (los pueblos que hay que colonizar) no son como nosotros y, por tanto, son el enemigo. En el movimiento feminista del siglo XX, la filósofa francesa Simone de Beauvoir definió a las mujeres como las otras de la historia en su obra El segundo Sexo (1949).
El discurso de la otredad también está presente en el ámbito médico-sanitario y tiene un doble uso. Por una parte, se trata de un mecanismo de defensa que nos permite vivir sin sucumbir a la hipocondría, porque no es práctico pensar que padeceremos las mismas enfermedades que el resto del mundo. Este mecanismo también tiene un lado negativo ya que la enfermedad o amenaza se ve como algo que ocurre fuera de nuestro ámbito, especialmente del más íntimo: los espacios familiares.
Se crea entonces un discurso en el que lo propio (lo nuestro, lo familiar, lo querido) se percibe como seguro y sano, y se define por contraposición a la amenaza que representa el otro (lo desconocido, lo infectado, lo peligroso). Así se explican conductas tan llamativas como el uso de mascarillas en el supermercado para comprar comida para una reunión familiar que se celebrará en un espacio cerrado y en la que todas las personas irán sin mascarilla. Porque, «¿cómo voy a tener el coronavirus yo?», «¿cómo lo van a tener mis padre, hermanos, primos o sobrinos?».
El problema es que estas ideas no se basan en pruebas científicas, como PCR o análisis de anticuerpos, sino en nuestra falsa percepción de seguridad del ambiente familiar.
La enfermedad como otredad no es un concepto nuevo en la historia de la medicina, aunque su presencia se ha popularizado en las últimas décadas a través del lenguaje bélico de la «lucha contra el cáncer» en la que los pacientes «ganan o pierden la batalla» contra la enfermedad como si fuese un ente externo. Sin embargo, la filósofa búlgara Julia Kristeva articuló en 1982 desde las humanidades lo que la comunidad médica ya sabía: el cáncer no es un monstruo externo, sino que nace en el cuerpo.
A nivel social, la otredad de la enfermedad puede tener consecuencias muy negativas y, siguiendo las propuestas de Said y de Beauvoir, puede tener como resultado la discriminación contra ciertos grupos de personas. El ejemplo más reciente y que todavía pervive en las memorias de muchos de nosotros sería la discriminación y el estigma de los enfermos de VIH/SIDA.
El discurso que rodea la pandemia de coronavirus se ha visto además especialmente influido por otros factores políticos y sociales. En 2020 la otredad del coronavirus está intrínsecamente ligada a la procedencia del virus, el actual clima político y el auge de la extrema derecha en países como en EE.UU., donde el presidente Donald Trump llamó al coronavirus «el virus chino» en varias ruedas de prensa a pesar de las tensiones internacionales. Intentaba así reforzar la otredad del virus para apoyar sus políticas nacionalistas. Por desgracia, este tipo de conductas se observó en más países, incluido España, obligando a embajadas y organismos a denunciar la discriminación contra la comunidad china.
En esta situación de pandemia, no queda más que recordar que la ciencia y las humanidades tienen que unir fuerzas para hacer llegar un mensaje fuerte, coherente y adaptado a las necesidades de la población. Las humanidades médicas demuestran que en la comunicación en salud es tan importante cuidar qué se dice como la forma en la que se dice.
Para luchar contra los discursos imperantes en el ámbito médico-sanitario tenemos que analizar cómo llega el mensaje y cómo este se relaciona con los discursos sociales, históricos y humanos. Mientras tanto, debemos insistir en que los estudios demuestran que una gran parte de las personas infectadas son asintomáticas mientras son contagiosas y que esta Navidad el virus puede no estar en el metro o en la panadería, sino dentro de nosotros.
Elena Avanzas Álvarez, Profesora asociada y traductora médica. Humanidades Médicas, Inglés y Literatura., Universidad de Oviedo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.