Ahora de regreso en Venezuela, en lugar de enseñar teología como lo hacía antes, el hombre de 42 años deambula por las calles del pueblo de San Joaquín, en el noroeste del país, en busca de personas dispuestas a comprar pollo en dólares o hacer un trueque por harina y arroz.
Al igual que los otros 100.000 emigrantes venezolanos que han regresado a casa en medio de la pandemia, Meza ha sido empujado a retornar a la existencia cotidiana de la que huyó para escapar de la hiperinflación, la escasez y el desempleo creado por el régimen Nicolás Maduro.
A las 3.45 de una reciente madrugada, Meza deambulaba en su casa de hojalata y cemento tratando de obtener señal en su celular, un teléfono plegable del 2010, para localizar a su proveedor de pollo en un barrio. La meta de ganancias del día era 5 dólares, pero si no podía recoger los pollos, no obtendría nada.
“Esto es apocalíptico, pero es sólo (…) hasta que podamos salir hacia Brasil”, dijo Meza, de pie en su calle, llena de huecos, vistiendo una raída camiseta de fútbol azul. Como la mayoría de los días, no había luz eléctrica en la zona.
Si bien las duras condiciones de los migrantes retornados, que quedan en cuarentena en locales bajo control militar, han generado críticas, su experiencia después de dejarlos es igualmente difícil: una lucha diaria para obtener alimentos básicos en un contexto de apagones, escasez de agua y el riesgo constante de exposición al coronavirus.
Al comienzo de la pandemia, Maduro dijo que los venezolanos retornados serían recibidos “con amor y con los brazos abiertos”. El mandatario arremetió contra la xenofobia que dijo que muchos padecían en el extranjero.
Pero a medida que el virus amenazaba con abrumar al desmoronado sistema de salud del país, Maduro comenzó a responsabilizar a los que regresaban por el creciente número de casos que, según el gobierno, ha llegado a 41.900.
Algunos funcionarios han llamado a los migrantes que regresan “armas biológicas” y que dice que son enviadas por el gobierno colombiano para infectar a la población.
Tal suspicacia fue la que recibió a Alejandra, una enfermera de la ciudad de Barquisimeto, en el oeste del país, cuando regresó de Colombia en marzo, antes de que el gobierno de Maduro cerrara las fronteras del país.
Cuando llegó a casa, sus vecinos dijeron que estaba “infectada” y llamaron a la policía. Aunque las autoridades solo le dijeron que se quedara en casa durante dos semanas, se sintió tratada como si la hubieran acusado de un delito.
Alejandra, que pidió no usar su nombre real, no pudo encontrar trabajo durante cuatro meses y, con sus ahorros agotados, debió alimentar a su hijo y a su madre con arroz y frijoles una vez al día. Ahora le preocupa que pueda contraer la enfermedad en el trabajo que logró conseguir en un hospital mal equipado para manejar el coronavirus.
“No tenemos suficientes mascarillas, equipo de protección, nada”, dijo. “Pero es lo que tengo que hacer hasta que nos vayamos de nuevo”.
Colombia, que estima que alrededor de 1,8 millones de venezolanos viven allí, espera una nueva ola de migración una vez que se reabra la frontera y se reactive la economía.
El Ministerio de Información de Venezuela no respondió a una solicitud de comentarios.
POLLOS POR ARROZ
Meza, su esposa Norelis, de 45 años, y sus dos hijas, Kelly de 15 y Naomi de 17, pasaron en junio siete días acampando en un puente en la frontera con Colombia esperando cruzar a Venezuela.
Dormían en la calle, se bañaban en el río y miraban cómo la gente adelante en la fila, esperando para pasar los límites fronterizos, vendía sus lugares. Incluso vendieron el cabello de su hija por dinero extra para poder comer.
“Mi madre me dijo que Maduro había dicho en la televisión que nos cuidarían”, dijo Norelis, de 45 años, con los labios entreabiertos con una sarcástica sonrisa. “Eso no es lo que pasó”.
A su llegada, el consejo comunal le dijo a la familia que no calificaban ese mes para el programa de alimentos subsidiado por el gobierno, que proporciona productos como arroz, harina y espaguetis , y que se encuentran entre los pocos alimentos que el venezolano promedio puede pagar.
“No quiero depender de ellos por la comida”, dijo Norelis, una costurera que se estaba preparando para abrir una pequeña tienda cuando decidió emigrar. “Estoy enojada y cansada de tener que reinventarme para sobrevivir”.
Meza vendía bananas en la calle o las cambiaba por bolsas de arroz, pero las bananas se volvieron demasiado caras debido a la escasez de gasolina causada por años de mala gestión gubernamental y agravada por las sanciones de Estados Unidos.
Entonces, Meza y un sobrino comenzaron a intercambiar pollos pequeños por comida subsidiada por el gobierno, un negocio que también se ha vuelto más difícil debido a retrasos o la paralización total en la llegada de las cajas con esos productos.
Meza suele estar en las calles a las 4 de la madrugada tratando de meterse en uno de los pocos autobuses abarrotados en funcionamiento, con poco tiempo para preocuparse por contraer COVID-19.
A las 10.35 de la mañana, la camisa de Juan estaba empapada en sudor, pero había vaciado el balde en el que carga los pollos. Hizo 4 dólares y compró dos bolsas de harina y seis bolsas de arroz. Cuando llegó a casa, todavía no había electricidad. Reuters
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