Una de las preguntas formuladas con más insistencia en estos días es si los analistas del Kremlin, Vladimir Putin y sus asesores, previeron entre sus escenarios más probables las tres principales respuestas que se han producido ante la invasión a Ucrania.
Uno: ¿Se plantearon que el liderazgo ucraniano, encabezado por el presidente Volodímir Zelenski, y el ministro de la Defensa, Oleksiy Reznikov, sería capaz de irradiar tal fuerza de inspiración, al punto de lograr que una parte significativa de la sociedad, en vez de huir ante el poderío militar ruso, haya decidido enfrentar al invasor, a pesar de los mínimos recursos logísticos y militares disponibles?
Dos: ¿Estimaron como un escenario de alta probabilidad que las naciones occidentales, dentro y fuera de la OTAN, en vez de escabullirse en los laberintos burocráticos, actuarían esta vez de forma tan rápida y tomarían la decisión de apoyar con armas, insumos diversos e información a la causa ucraniana y se pronunciarían de forma tan firme en contra de Putin y la decisión de invadir?
Tres: ¿Se plasmó en los documentos que resumían los escenarios más factibles que se produciría una reacción mundial de rechazo a la invasión, rechazo expresado de inmediato, con firmeza y sin atenuantes, y que entre esas reacciones habría algunas simplemente insólitas, como por ejemplo la decisión de Suiza de romper la llamada Neutralidad Perpetua, principio que estaba vigente desde noviembre de 1815?
Sostengo que Putin ha sido sorprendido por el liderazgo ucraniano, cuya respuesta no esperaban ni siquiera los propios miembros del alto gobierno de Ucrania. Dentro y fuera del gobierno había un cierto escepticismo de si Zelenski y su círculo más inmediato serían capaces de mantener posiciones tan firmes una vez que se iniciaran los ataques.
Añado, además, que nadie en el Kremlin, tal como ha comenzado a saberse, previó la posibilidad cierta de un rechazo tajante a la invasión. Pensaron, eso sí, que habría un festival de declaraciones, de llamados a la paz, de invocaciones a la racionalidad y al diálogo. De hecho, el cálculo fue que la política predominante sería la de promover una mesa de negociación que estuviese coordinada por el Vaticano, entre otros.
Pero lo otro, simplemente inusitado, es la respuesta multiforme, imaginativa, simultánea, rapidísima y casi global que se ha producido. En realidad, lo que está pasando es que Occidente está, ahora mismo, patentando una nueva forma de resistencia frente al indiscutible poderío militar de los rusos: una especie de guerrilla mundial que, además de los aspectos propios de la confrontación militar y cibernética, incluye guerras empresariales, bancarias, financieras, deportivas, artísticas, científicas, comunicacionales, marítimas, energéticas, informativas, comerciales, reputacionales, tecnológicas, institucionales, eclesiales y más. Una guerra en todos los flancos donde sea posible.
El apoyo a Ucrania, es decir, el rechazo a la invasión, más allá de lo militar, de la enorme mortandad y destrucción que ya han causado y continuarán causando los rusos, tiene consecuencias que no deberían pasar inadvertidas: quiebra y cierre de empresas rusas, dentro y fuera de su territorio; paralización o casi paralización de una parte considerable de su sistema financiero, lo que, entre otras secuelas, crea dificultades extremas para la movilidad financiera y vuelve a plantear la posibilidad inminente de un mercado negro de dinero en efectivo; pérdida de empleos; problemas de abastecimiento de mercancías básicas, pero también de insumos de uso industrial; deterioro general de las condiciones de vida de la sociedad rusa, cuyo acceso a ciertos bienes, servicios de entretenimiento, proyección internacional, intercambios comerciales con los países de economía desarrollada, han quedado suspendidos y paralizados, quién sabe por cuánto tiempo, de aquí en adelante.
En medio de todo este panorama ―en el que Vladimir Putin se ha convertido en una especie de reencarnación de Hitler y Stalin, Lucifer de fondo insondable―, un hombre precario, un tiranuelo sin credibilidad, carente de apoyo político y social, no más que un jefe de bandas armadas y de un ejército enclenque, especialista en reprimir a ciudadanos indefensos y en extorsionarlos en alcabalas, institución corrompida en la que hay grupos dedicados al contrabando, al narcotráfico y a la participación en industrias extractivas ilegales; ese hombre, rodeado de sus cómplices uniformados, insiste en suscribir su apoyo al invasor, insiste en meter sus narices en un tablero donde tanques y misiles aplastan las vidas de un pueblo indefenso ―el ucraniano―, exhibe su impunidad grotesca, declarando ―otra vez― su adhesión incondicional al imperialismo ruso.
Mientras tanto, los procesos en la Corte Penal Internacional avanzan. No solo los que señalan a Maduro, a su cadena de mando y al resto de los criminales, también a Putin y a los corresponsables de los asesinatos cometidos en Ucrania. Asimismo, las dificultades para movilizar el dinero de la corrupción se incrementan y la posibilidad de Rusia de prestar auxilio financiero, comercial o de otra índole a Venezuela, desaparece o se reduce de forma considerable.
Y hay más: en el mundo, ahora mismo se está produciendo una secuela, que se hará visible en los próximos días y semanas: hay segmentos de la izquierda internacional que rechazan la invasión. Salvando las distancias, como alguna vez ocurrió con la invasión de los rusos a Hungría en 1956 o la invasión a Checoslovaquia en 1968, hay grupos para los que este hecho constituye un punto de inflexión, el cruce de la línea de lo intolerable, cuya reacción alcanzará también a Maduro y a su séquito.
No se trata solo de que Maduro está sembrando de minas su propio camino. Sino que hay resultados de esta política exterior del régimen, burda e irresponsable, que pueden ocasionar todavía más padecimientos a la ya sufriente sociedad venezolana. Y no producto de ninguna guerra económica, sino de la alianza antipatriótica del dictador de aquí con el dictador de allá.
Miguel Henrique Otero