Norma despacha con rapidez la solicitud de una entrevista. Quiere volver a encerrarse en su habitación y sentir el frío del aire acondicionado durante las ocho horas con electricidad que recibe a diario en Maracaibo, la ciudad venezolana más rica y poblada después de Caracas.
Esta inmigrante salvadoreña sortea jornadas de 16 horas sin luz con sensaciones térmicas cercanas a los 40 grados centígrados, mientras hace malabares para conseguir alimentos y que estos no se pudran durante las apagones que registra el país petrolero desde hace semanas.
Sin embargo, es consciente de su suerte.
«En este sector afortunadamente tenemos agua cada cinco días, somos afortunados (…) otros sectores tienen un mes (sin agua)», dijo a Efe la septuagenaria que en marzo sumó más de 300 horas sin electricidad y ha tirado a la basura varios alimentos que se descompusieron mientras su casa estaba a oscuras.
Norma es, en efecto, una suertuda si se compara con la mayoría de los 5 millones de habitantes que tiene Maracaibo y lo es más frente a Alberto López, un obrero de 50 años que declaró a Efe mientras se daba un baño en un barranco, pues las tuberías de su casa, dijo, están secas desde hace más tiempo del que pueda recordar.
El apagón «me ha quemado el frizer (congelador), me ha quemado la nevera, todo, yo no tengo nada ahorita, no tengo nada, estoy arruinado», denunció con la misma vehemencia con que resaltaba el hecho de vivir frente a la sede de la estatal eléctrica y aún así solo puede mantener encendidas las bombillas dos horas diarias.
También agobiada y en la penumbra, la oficinista Chindi Núñez esperaba junto a uno de sus hijos conseguir algún medio de transporte que la devuelva a su casa de noche, cuando la oscuridad es total y la anarquía en las vías es mayor.
«Tengo más de 24 horas sin luz. Nos llega a veces, no es que se nos va (la electricidad), llega a veces, llega dos horas, tres horas y se vuelve a ir», dice la mujer de 40 años que asegura no recibir agua en su residencia desde diciembre pasado.
Por ello, ha optado por comprar el líquido a quienes llenan recipientes de 300 litros por unos 8 dólares, el doble del salario mínimo mensual que devengan los venezolanos en medio de la hiperinflación nacional.
«Carne no compro», comenta sin dar importancia a su alimentación y guarda el ímpetu para criticar el hecho de que sus hijos tienen que estar «todo el día fuera» de casa para escapar de las altas temperaturas y que solo reciben clases «dos veces a la semana porque no aguantan el calor en el aula».
«Las personas vivimos ahora fuera de la casa, en la acera, en una hamaquita», agrega.
El testimonio reitera otra realidad de los cortes de luz: muchos están durmiendo en los techos y áreas abiertas de sus casas para mitigar el calor en la madrugada cuando el viento es más fuerte en esta región costera y tropical.
Con sus cientos de miles de aires acondicionados en reposo, Maracaibo perdió el mote sarcástico de «la ciudad más fría de Venezuela», así como en la última década, cuando los apagones se ensañaron allí más que en cualquier otro lugar, dejó de pelear por el sitial como la que más energía consumía en Latinoamérica.
Tras esos años de ir a menos, el total de comercios que cerraron sus puertas en la capital zuliana se cuenta hoy por miles, el de los pobladores que decidieron emigrar en decenas de miles y el de quienes han sufrido pérdidas materiales por los apagones en cientos de miles.
El resto de Venezuela, que con excepción de Caracas y por dictamen gubernamental registra 18 horas por semana sin luz, mira con lástima y cierto alivio lo que soporta el Zulia, siempre bajo su sol perenne.
Dentro de esa entidad federal, riquísima en petróleo y fronteriza con Colombia, algunos salen cada día a pasar horas en una gasolinera para llenar los tanques de sus vehículos y otros cumplen el mismo tiempo a la espera de camiones cisternas que les provean de algo para asearse o cocinar.
«Un poquito de agua fría» es, como diría a Efe la comerciante Esperanza Veliz, el lujo al que aspiran los habitantes de la llamada tierra del sol amada. EFE