El reciente decreto oficial, mediante el cual de nuevo se exonera del pago del impuesto de importación, del impuesto al valor agregado (IVA) y de la tasa por determinación del régimen aduanero, hasta el 30 de abril de 2021, a un conjunto de renglones, plantea nuevamente la incongruencia de un gobierno que dice apuntar al crecimiento nacional y adopta, paralelamente, medidas que incrementan la dependencia de las importaciones y favorecen a un sector privilegiado de la economía, al que se ha abierto no una rendija sino un amplio portón para todo tipo de negocios.
El decreto está inspirado posiblemente en la convicción de que, dado el deterioro de los servicios del país, la falta de gasolina, la falta de electricidad, el desastroso estado de las vías y medios de transporte, la debilidad del signo monetario, etc., es más fácil importar que producir. Ello, sin duda, atenta contra la ya muy decaída producción industrial nacional y le resta abiertamente competitividad al interior del país. Se trata de la adopción de la cultura de bodegón y la muerte del “hecho en Venezuela”.
Mientras Maduro ha declarado que “debemos apostar a la economía real para recuperar los niveles de producción” el cuadro que enfrentamos, y se agrava a pasos agigantados, es el de una industria nacional que se desploma, ya que ella sí está sujeta al pago de aranceles e IVA por la importación de las materias primas que requiere para su producción. El decreto confirma la tendencia a asfixiar al sector productivo nacional, con sus consecuencias de crecimiento de desempleo y pobreza. Todos los estudios económicos muestran dramáticamente un retroceso a los años cuarenta que no solo abarca la producción petrolera sino a una parte significativa de actividad no petrolera.
Además de ir en contravía de las palabras de Maduro, el decreto contradice sus propios considerandos. Así, en su texto se consigna que su propósito es “establecer un nuevo modelo económico que garantice la soberanía nacional”. Cabe preguntarse si eso se logra con más dependencia de las importaciones y del dólar. Y mientras en el texto se reconoce la responsabilidad del gobierno de “proteger a la industria nacional dedicada a la producción” simultáneamente se le somete a un tratamiento que le niega toda posibilidad de competir.
Como diferentes sectores industriales han hecho saber al propio gobierno, medidas así desconocen el importante rol de la industria nacional como generador de valor agregado, la importancia de su contribución fiscal y, especialmente, el empleo que crea y sostiene. Tienen razón cuando observan que no resulta conveniente para el interés nacional mantener privilegios arancelarios para los productos importados a sabiendas de que la industria nacional representa un factor de desarrollo que opera en la más absoluta formalidad, con proyectos estables e inversiones a largo plazo, en tanto que la importación es más un negocio puntual y altamente especulativo.
El modelo que alienta las importaciones mientras se reducen las condiciones para la producción nacional incluye una visión también contradictoria en cuanto al sostenimiento del valor de la moneda nacional, la cual tiene un peso cada vez menor en la economía frente a un proceso no ordenado de dolarización. Recordemos que las operaciones en moneda norteamericana habían sido tradicionalmente penalizadas por el régimen y ahora se ven bendecidas por el mismo. Someter la economía nacional a la valorización internacional del dólar es vincularla a decisiones monetarias pensadas no en función de Venezuela sino de Estados Unidos y de la banca internacional.
La experiencia de los países que han adoptado el dólar demuestra que tal artificio sirve temporalmente para frenar un alto desorden en las transacciones y lograr un relativo grado de estabilidad, pero no para impulsar un desarrollo agrícola o industrial sostenible. Puede funcionar para países con natural vocación importadora, no para aquellos cuya estabilidad y crecimiento dependen de su propia producción agrícola e industrial. Una decisión así no podría funcionar, por ejemplo, sin la sinceración del salario mínimo. ¿Se ha pensado en la repercusión que tendría para un país en el que ese salario mínimo no representa sino el equivalente de algo más que un dólar?
Si la consigna es que dentro de nuestra dramática situación actual resulta más fácil importar que producir, habría que dar la razón a Asdrúbal Oliveros cuando afirma que la desindustrialización llegó para quedarse. Frente a este cuadro se impone –de verdad, no de palabras– una política clara, realista, congruente, de largo plazo, dependiente de nuestras propias fortalezas, no pensada exclusivamente para salir de la coyuntura y ganar adhesiones interesadas.