Gladys juró que no lloraría delante de sus pequeños hijos, pero aun así debió enjugar un par de lágrimas cuando volvió la cabeza y miró, quizá por última vez, la que fue la casa de sus sueños en la isla de Margarita, Venezuela, de donde migró empujada por la falta de ingresos y espantada por el miedo.
“Da dolor abandonar la casa propia, el bien material más preciado para una familia como nosotros –ella administradora, su esposo mecánico, dos niños varones-, pero quedamos sin empleo y sufrimos un atraco a plena luz del día en medio de la ciudad. Eso nos decidió a emigrar”, relata a IPS desde la ciudad estadounidense de Miami.
Por la crisis económica, social y política, que da cuerpo a una emergencia humanitaria compleja, 7,7 millones de venezolanos, según agencias de las Naciones Unidas, han migrado de este país, en su inmensa mayoría en la última década, y el flujo no se detiene, sobre todo hacia los países del continente.
La familia de Gladys, quien pidió igual que otros testigos no dar su apellido, probó suerte en Colombia, Panamá y España, antes de finalmente recalar en Estados Unidos “y la preocupación por la casa nos acompañó como una sombra, pero afortunadamente conseguimos un trato con un joven emprendedor que la cuida, mejora y paga un alquiler, aunque modesto”.
“Da dolor abandonar la casa propia, el bien material más preciado para una familia como nosotros, pero quedamos sin empleo y sufrimos un atraco a plena luz del día en medio de la ciudad. Eso nos decidió a emigrar”: Gladys.
Como su caso hay miles. Los migrantes tratan de no dejar sus casas solas, abandonadas, y perderlas. Por eso, como quienes más migran son los adultos en la edad más productiva y los jóvenes, los parientes de otras edades permanecen en las viviendas y dan la apariencia de un país de viejos y niños.
“Mi casa tengo que cerrarla. La cuidarán los vecinos. Construirla nos llevó más de cinco años y entre 150 000 y 200 000 dólares. Ahora no dan por ella más de 60 000. No vamos a regalarla”, indica Juan Manuel Flores, de San Antonio de Los Altos, una ciudad satélite de Caracas con numerosas viviendas de clase media.
Flores, docente en un colegio donde su paga no llega a 200 dólares mensuales, alista su viaje a España, a donde se han adelantado su mujer y sus hijas ya adultas. “Volveré a Venezuela, cuando el país y su economía mejoren, y los precios de las casas volverán a subir”, dice a IPS, aunque sin mucha convicción.
¿Por qué no alquilar? “Porque las leyes y las autoridades favorecen siempre al inquilino, y si tiene niños es imposible sacarlo cuando se termina el contrato, paguen o no el alquiler, y terminan quedándose en la casa por años”, tercia Nancy, repostera, también de San Antonio, quien dejó a una sobrina a cargo de su apartamento cuando migro a Brasil el año pasado.
Una encuesta a migrantes en Colombia, Ecuador y Perú, divulgada en octubre de 2022 por la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V), liderada por agencias de las Naciones Unidas, mostró que apenas 23 % consideraban que estaban seguras las viviendas que dejaron en su país.
La venta tampoco resulta una opción en la mayoría de los casos, porque la magnitud del éxodo de la última década ha hundido tanto la demanda que lo máximo que se puede obtener por un inmueble es 15 o 20 % del valor de hace 15 años, si hay suerte, así que deshacerse de ellas si se quisiera es largo, difícil y con magros resultados.
Los que no tienen más remedio, dicen que no la venden, sino que por lo que obtienen «la regalan» con gran pesar, mayormente a migrantes internos de otros lados del país, que «se refugian» en Caracas porque fuera de la capital son recurrentes las interrupciones de los servicios de electricidad, agua y combustible, además de otras carencias.
“Los inmuebles se deterioran, dejan de prestar servicio a quienes lo necesitan y permanecen como un patrimonio importante que no le produce nada al propietario, por ejemplo un migrante que necesita pagar un alquiler apenas llega a otro país”, dijo a IPS Roberto Orta, presidente de la Cámara Inmobiliaria de Venezuela.
Para el dirigente empresarial “ese es un tema que, hemos propuesto, debe abordarse con voluntad política y buscar la reforma de las leyes que constriñen el mercado inmobiliario, para beneficiar tanto a arrendadores como a arrendatarios. Se podrían liberar hasta 250 000 viviendas en cinco años”.
Nace un oficio
En los edificios residenciales de Caracas y otras ciudades, cerrar un apartamento y marcharse no es dejar una vivienda en soledad y abandono, porque los vecinos que quedan, por su propia seguridad, y para costear los gastos comunes, ejercen alguna vigilancia y se preocupan de ahuyentar a los extraños.
Pero las casas, especialmente las residencias de las clases medias, son un blanco atractivo y fácil para la delincuencia e incluso tentación para ocuparlas por vías de hecho. Por eso ha aparecido un nuevo oficio: el cuidador de casas.
“Yo he cuidado tres casas en urbanizaciones del sureste (de Caracas), es la manera de rebuscarme (subsistir)”, cuenta Daniel, trabajador además como jardinero por cuenta propia. “A una casa iba dos veces por semana, a otra tres y a otra todos los días”, explica.
Explica que en esa última casa “los dueños eran unos portugueses comerciantes que se fueron y dejaron tres perros. Yo iba a una venta de comida para mascotas que me entregaba los alimentos, los llevaba a los animales, daba un vistazo a la casa y listo”
Familiares amigos de los dueños se han hecho cargo de los perros y Daniel ya no percibe el pago por ese cuidado. “No tengo cuenta en dólares, me pagaban a través de un restaurante amigo de los dueños, que sí tiene cuenta en el extranjero”, relata.
Para el pago de estos trabajos desde el exterior los intermediarios son indispensables, pues en Venezuela, con su moneda licuada por la crisis económica, impera una dolarización de facto, sin acuerdo con las autoridades de Estados Unidos, que además bloquean con sanciones las transacciones de los entes estatales.
Daniel reúne dinero para integrarse a uno de los grupos que se forman en su barriada Antímano, en el suroeste de la capital, para también migrar. Dice que “no me fui hace unas semanas porque no vendí mi motocicleta, pero si no estaría ahorita en el Darién”, la peligrosa selva entre Colombia y Panamá que cruzan a diario miles de migrantes.
Un caso más exitoso de cuidador es el de Arturo, a cargo de dos casas con amplios salones, corredores, patio, piscina y área para estacionar vehículos. Recibe un pago modesto por cuidar y mantener las viviendas, pero está autorizado para alquilarlas para reuniones sociales y festejos.
“En ambos casos los dueños son gente de buenos ingresos, se fueron con sus hijos para que estudien en el extranjero y piensan volver en unos años si las condiciones del país cambian. Quisieran encontrar sus casas como las dejaron”, explica.
Al alquilar la propiedad por un día o una noche, con patios, piscina e incluso toldos, mesas y sillas, Arturo cierra los accesos a las áreas más íntimas de la casa y contrata auxiliares para vigilar que no haya daños o desmanes. “Vivo bien, mantengo las casas y cada una me produce unos 3000 dólares en ganancias al mes”, indica Arturo.
Barriadas sin casas vacías
En las barriadas populares de las ciudades y pueblos de este país -33,7 millones de habitantes según cifras gubernamentales, 28 millones según estudios de universidades- la situación es diferente y apenas hay viviendas solas o desocupadas.
“En los barrios (en nombre local para asentamientos urbanos pobres) no se deja una casa sola. Al día siguiente pueden invadirla, ocuparla, agarrar lo que dejen adentro los que se fueron, muebles o corotos (enseres). Alguien se queda a cargo, el abuelo o los suegros, un vecino de confianza, o se trae un pariente del interior del país”, explica Alejandra, desde la zona Gramoven.
La suya es una barriada de viviendas informalmente construidas, en el noroeste de Caracas, semejantes a las que cubren la mayoría de las muchas colinas y hondonadas ocupadas por los habitantes más desfavorecidos de la capital.
“Mucha gente se va, los muchachos se van, mis hijos tienen ganas de irse por el Darién pero aquí nadie se va para dejar la casa vacía. Eso es perderla”, sentencia Alejandra.
En Santa Bárbara del Zulia, en la calurosa llanura al sur del occidental lago de Maracaibo, “la situación es la misma”, corrobora a IPS Julio, un albañil que migró durante cuatro años a Colombia y ha regresado para atender a sus ancianos padres.
“No se puede dejar la casa sola en estos pueblos. Cuando mis papás fueron a Maracaibo y Caracas para tratarse con médicos, fueron y regresaron rapidito, porque en el Consejo Comunal les advirtieron que no dejaran la casa mucho tiempo sola, que ellos no podrían retener mucho tiempo a quienes quisieran ocuparla”, narra Julio.
Los Consejos Comunales son comités estructurados por el oficialismo para representar y manejar asuntos de las comunidades -como la distribución de bolsas con alimentos subsidiados a familias pobres- y funcionar como correas de transmisión de las decisiones del gobierno, que avala sus decisiones.
“Pero de cualquier manera la gente se va. Es algo que no se detiene mientras aquí no se gane sino una miseria para medio comer (el salario mínimo y las pensiones oficiales en Venezuela equivalen a cuatro dólares mensuales). Se cuida la casa, pero la comida está primero”, resume Julio.
Asunto de Estado y de empresarios
Mientras transcurren estos dramas de gentes y hogares, el gobierno del presidente Nicolás Maduro anuncia casi cada semestre la construcción de centenares de miles de nuevas viviendas, un programa iniciado por su fallecido predecesor Hugo Chávez (1999-2013), llamado “Gran Misión Vivienda Venezuela”.
Según las cifras oficiales, desde 2011 a la fecha se han construido y entregado por esa Misión 4,6 millones de viviendas, en su mayor parte conjuntos residenciales a los que acude el presidente para entregar personalmente las llaves de una o varias casas a quienes las habitarán.
De acuerdo con la misión, los ocupantes reciben la vivienda como adjudicatarios, y no como propietarios, por lo que no pueden transarla y si la cierran puede entregarse a otra familia. Para evitarlo, los adjudicatarios que optan por mudarse de ciudad –o de país- buscan antes a parientes que puedan ocupar la vivienda y así conservarla.
Sin embargo, esa situación no muestra las dimensiones que corresponderían a las cifras oficiales, como atestiguan la miríada de casas informales autoconstruidas y aún ocupadas en las barriadas pobres, y reportes concordantes de organizaciones empresariales y de la sociedad civil.
La Cámara de la Construcción da cuenta de que el sector ha decrecido 96 % en los últimos 10 años, sus asociados emplean a 20 000 trabajadores y no a 1,2 millones como en mejores tiempos, las empresas cementeras trabajan a 10 % de su capacidad y la siderurgia a 7 %.
La organización civil Provea, especializada en estudios de los derechos económicos, sociales y culturales, ha contrastado la cifras de la Misión Vivienda –no auditadas, según subraya- con estudios y análisis independientes, y concluye que el Estado ha construido y entregado en 10 años apenas 130 856 viviendas.
En 1955 el escritor venezolano Miguel Otero Silva (1908-1985) publicó su afamada novela “Casas Muertas”, describiendo el declive de Ortiz, un pueblo en los llanos centrales, debido a la pérdida de su población por causa del paludismo y la emigración hacia las grandes ciudades y los centros de producción petrolera.
La emigración venezolana de este siglo no alcanza a dejar al país como un nuevo reguero de casas muertas. Pero sus puertas cerradas testimonian las heridas de un colapso que empujó a millones de sus habitantes al extranjero, al igual que lo hace la minoría de luces que se encienden en las noches en los edificios de Caracas y otras urbes.
ED: EG
IPS