Desde el primer minuto, el anuncio de la muerte de Seuxis Pausias Hernández Solarte (1967), el nombre real del delincuente conocido como Jesús Santrich, viene envuelto en supuestos, imprecisiones y posibles coordenadas de su muerte. Es muy probable que la simulación, que el enmascaramiento, que el reemplazo de la verdad por alguna invención, haya sido, desde muy temprano, el rasgo primordial de su personalidad. Siendo joven, según una leyenda puesta en circulación por él mismo, había adoptado el alias de Jesús Santrich, en homenaje a un supuesto y heroico guerrillero, que había sido asesinado por agentes del DAS –Departamento Administrativo de Seguridad, Colombia–, en la ciudad de Barranquilla. En un reportaje publicado en la revista Semana, el Santrich de juguete, el Santrich de la mitología del bandido, se hace trizas, una vez que el periodismo pone las cosas en su lugar: era un izquierdista –no más que eso, no un guerrillero–, un barranquillero amigo de sus amigos, asiduo de la cerveza, el vallenato y la salsa, que lagrimeaba escuchando a los Hermanos Zuleta y que pasaba sus días en un bar de pueblo, que era una especie de segundo hogar. Un hombre inofensivo. Su muerte no se produjo como resultado de un enfrentamiento entre organismos de seguridad y revolucionarios, sino en medio de una confusa disputa atizada por el alcohol.
Santrich había permanecido en un segundo o tercer plano, hasta que apareció en La Habana (está por analizarse el papel cumplido por Fidel Castro, el castrismo y La Habana, como búnker y vitrina legitimadora del narcotráfico y la corrupción), con sus gafas negras y sus kufiyas de distintos colores y texturas, con los que diferenciarse y aparecer como un excombatiente de la guerrilla, ideológicamente comprometido con el ala izquierdista de la llamada causa palestina. Un demagogo sin escrúpulos.
Lo de las gafas negras ha sido ampliamente explicado: su visión era parcial. Veía, de forma limitada, con el ojo izquierdo. Sufría la neuropatía hereditaria conocida como Mal de Leber, que afecta al nervio óptico. Testimonio de exmiembros de las FARC han afirmado que Santrich exageraba su ceguera y que, cuando le interesaba, “lo veía todo clarito”. Esos voceros han señalado que, dentro de la guerrilla, se le conocía por su cinismo, por ocultar sus verdaderas opiniones.
Ese cinismo fue el que despertó la atención de periodistas y organismos de inteligencia, en octubre de 2012, durante las reuniones que se produjeron en las afueras de Oslo, Noruega, que antecedieron a las reuniones de La Habana. Cuando un periodista preguntó al delincuente Santrich si él y los miembros de las FARC estaban dispuestos a pedir perdón a la sociedad colombiana por los crímenes y sufrimientos que les habían causado, Santrich respondió, con una sonrisa que iba de punta a punta de su boca, «quizás, quizás, quizás».
El mismo simulador que se sentó en las mesas de negociación en Oslo y más adelante en las de La Habana –con los representantes del gobierno de Juan Manuel Santos–, es el que aparece sentado en un video negociando y estableciendo las condiciones para el envío de un cargamento de cocaína, con un afiche del Che Guevara a su espalda. En esa conversación se menciona el apoyo que les dará el que era el presidente de Surinam. Y queda claro, sin equívocos, que para Santrich y su grupo no hay límites entre política y narcotráfico: ambas forman parte de unas mismas prácticas, de una misma y lucrativa actividad.
Santrich y los líderes de las FARC habían calculado que los Acuerdos de Paz, firmados en La Habana en noviembre de 2016, les asegurarían la impunidad de todos los delitos cometidos. Pero en abril de 2018 Santrich fue capturado, lo que dio inicio a una serie de vaivenes legales y políticos, que dieron al simulador Santrich la oportunidad de practicar algunas de sus contorsiones: caminar con la ayuda de asistentes (como si no pudiera sostenerse por sí mismo), aparecer en el tribunal en una silla de ruedas, hacer una huelga de hambre y hasta anunciar un supuesto intento de suicidio en mayo de 2019 –cuando supo que le podrían extraditar a Estados Unidos–, unos dos meses antes de que se escapara y apareciera en Venezuela, sano y sonriente, el fusil colgado al hombro, rodeado de una comitiva de guardaespaldas, todos armados hasta los dientes (por cierto que, ante la reacción de incredulidad que produjo el supuesto intento de suicidio, un senador izquierdista tuvo que certificar que, en efecto, el intento del impostor Santrich había sido real, con intención verdadera de acabar con su propia vida).
El 28 de julio de 2019, Maduro declaraba ante una asamblea del Foro de Sao Paulo, reunido en Caracas: “Iván Márquez y Jesús Santrich son bienvenidos a Venezuela y al Foro de Sao Paulo cuando quieran venir. Son, los dos, líderes de paz. Y Timoshenko, Catatumbo y las FARC pueden venir a Venezuela cuando quieran porque son líderes de paz”. Desde entonces, decenas informes de inteligencia de Colombia y otros países, testimonios de testigos y hasta un brevísimo video tomado con un teléfono han reportado la presencia de Santrich en distintos puntos del territorio venezolano. Siempre armado y rodeado, no solo de paramilitares colombianos, sino también de miembros de fuerzas uniformadas venezolanas, que tendrían la misión de protegerle.
Es probable que, en los próximos días, alguna de las tesis sobre la muerte del impostor y criminal termine por imponerse a otras: si fue en Apure, en el Zulia o en la Guajira colombiana; si fue asesinado en un ataque sorpresivo y nocturno, o durante un enfrentamiento; si lo ejecutó alguien de su propio entorno, o del grupo de Gentil Duarte, o de las FANB, o un grupo de cazarrecompensas o si fue una acción de un comando militar colombiano, que lo habría encontrado en La Guajira, cuando intentaba ingresar a su país. O, si como han sugerido algunos, todo esto es un montaje para cambiar de rostro, de identidad y de residencia, que le permita «desaparecer» para las autoridades de Estados Unidos.
Miguel Henrique Otero