A la destrucción de lo tangible que se ha producido en Venezuela ―devastación de la industria petrolera, pero también de las empresas privadas que fueron expropiadas; de las infraestructuras educativas y de la salud; del sistema eléctrico y de la telefonía básica; de plazas, calles, puentes, carreteras y autopistas; de los bienes que son patrimonio artístico, arquitectónico o cultural―, a toda esa destrucción habría que agregar la otra rama, probablemente de mayor calado, más sustantiva y menos visible, mucho más compleja y difícil de cuantificar, dispersa y esquiva, que es la destrucción de lo intangible. Insisto: la destrucción de los bienes intangibles de la sociedad venezolana, por parte del régimen de Chávez y Maduro.
Bienes intangibles: se han destruido las condiciones físicas y la potencialidad de millones de niños y jóvenes, sometidos por el hambre y una alimentación deficitaria ―una dieta sin proteínas―; se ha arrasado con la calidad y los contenidos de la educación pública, menoscabando así las capacidades cognitivas de la mayoría, justo en los años en los que el mundo avanza en la revolución digital y la sociedad del conocimiento; se ha destruido, y esto es fundamental, la confianza de los ciudadanos en las instituciones, diluidas por la corrupción, la complicidad, la pérdida total de su sentido y su utilidad pública, derruidas por la desconexión absoluta con la realidad venezolana en la que se han subsumido; han sido liquidados, en términos reales, los derechos de millones de venezolanos, que viven sin garantía alguna de acceso a los alimentos, al suministro de agua, al servicio eléctrico, a la telefonía, a la distribución de gas doméstico (en el país orgulloso de haber sido el tercer productor mundial de hidrocarburos, todavía hay personas que cocinan con leña), a Internet; se ha arrinconado a una gran parte de la sociedad para imponerle una existencia doblegada por la inflación, la escasez, la hostilidad en los espacios públicos, la inseguridad, las redes de extorsión a cargo de uniformados militares, policiales y paramilitares.
A esa devastación de las fuerzas intangibles de la sociedad, que constituyen el motor que hace posible el funcionamiento de la nación, se suma otra, cuyas consecuencias tienen el estatuto de una catástrofe política y económica, pero también psicológica y social: la pérdida de las esperanzas en Venezuela. Capas enteras de la sociedad han perdido la confianza en el entramado de la nación. Tras una prolongada cadena de reveses y sufrimientos, de miedo y ausencia de expectativas, de empobrecimiento e impotencia, han llegado a esa dolorosa conclusión que dice: hay que irse, migrar, buscar destino en otra parte, porque aquí no hay nada que hacer. En otras palabras: para millones, Venezuela ha dejado de ser el país donde era posible encontrar alguna solución, alguna manera de vivir.
Esa decepción profunda, esa percepción de estar ante un estado de cosas irremediable ―porque el poder se ha entronizado haciendo uso de la fuerza, la tortura y la corrupción―, ha derivado en un proceso imparable de emigración: más de 6 millones de venezolanos han huido del país, en un flujo que no se detiene y que, de acuerdo con las proyecciones publicadas recientemente, sumará 7 millones en diciembre de 2022, y 8 millones al cierre del 2025. Venezuela se está desangrando y no hay solución a la vista para semejante debilitamiento, como no sea la del fin del régimen y el inicio de una nueva etapa democrática en Venezuela.
Pero si todo lo que he dicho hasta aquí no fuese suficiente, todavía hay algo fundamental que decir sobre la destrucción de los intangibles venezolanos: el socavamiento, la demolición, la dislocación de las familias.
El tema, lamentablemente, es prolífico. Por ejemplo, que el proceso de rompimiento de las familias comenzó en 1999, cuando Chávez, dos meses después de haberse juramentado, inició su campaña para polarizar al país, su proselitismo de “conmigo o contra mí”. Las consecuencias no tardaron en producirse: rupturas en el seno de las familias, entre los acólitos y quienes se oponían al régimen. En los años siguientes, esas fracturas ―familias rotas por la política―, a menudo, se harían más decisivas y difíciles de sanar.
A medida que la polarización adquiría perfiles más nítidos, comenzaron las prácticas de exclusión: en la administración pública, en Petróleos de Venezuela, en la Fuerza Armada Nacional, en la distribución de los subsidios, en la administración de justicia, en el ejercicio de la docencia, en el acceso a los servicios estatales, en el derecho al trabajo. La Lista de Tascón no es un caso excepcional, pero es emblemática de una política de estigmatización y segregación, que afectó las vidas de las familias, muchas veces de forma indeleble.
Luego vino la política del hambre, la hiperinflación, la escasez, el contrabando, la especulación desatada, la extorsión de los CLAP y la desaparición del tejido productivo y las fuentes de empleo, con lo que la huida del país se masificó. Este es el marco en el que ha escalado el fenómeno de las familias rotas: hijos dispersos por el mundo; adultos mayores separados de sus hijos, que viven en condiciones al borde de la indigencia, a la espera del monto de una remesa; y, lo denunciado por recientemente por Carlos Rodríguez, del Centro de Derechos Humanos de la UCAB, sobre el aumento de niños que migran, solos o con otros niños, cruzando por las fronteras, con frecuencia sin documentos de identificación o, cuando mucho, con el documento de identificación y no más, sin alimentos, sin dinero, sin ningún destino, con la única esperanza de conseguir algún refugio y, a continuación, un trabajo, que les permita sobrevivir y enviar algo de dinero a sus familias hambrientas.
Miguel Henrique Otero