«¿Qué le espera a Venezuela?»: El duro editorial de El País de España sobre la crisis venezolana

Redaccion El Tequeno

El viernes pasado, como estaba previsto, Nicolás Maduro tomó posesión para un tercer mandato como presidente de Venezuela. El régimen que preside carece de legitimidad tanto nacional como internacional. Ha quedado reducido prácticamente a un Estado policial que depende de la represión y el terror para mantenerse en el poder. La toma de posesión fue una farsa. Únicamente asistieron dos presidentes latinoamericanos: Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canal, compañeros dictadores de Maduro en la región.

Por EL PAÍS DE ESPAÑA

El día anterior, María Corina Machado, la figura política más popular de Venezuela, fue retenida por la fuerza mientras hablaba durante una protesta contra el Gobierno. Su rápida liberación puso de manifiesto las divisiones existentes en el régimen. Al parecer, Diosdado Cabello, ministro del Interior de línea dura venezolano, había ordenado a la policía que la capturara, pero la decisión fue anulada posteriormente, presumiblemente por Maduro. De esta forma, el presidente pudo evitar los costes que habría supuesto para el régimen encarcelar al principal símbolo de resistencia del país.

La mayoría de los venezolanos habrían preferido que Edmundo González Urrutia —el candidato que Machado seleccionó después de que se le impidiera presentarse— hubiera prestado juramento oficialmente el 10 de enero. A fin de cuentas, fue González, y no Maduro, quien ganó —de forma decisiva— las elecciones presidenciales hace cerca de seis meses. El 28 de julio, la voluntad del pueblo venezolano fue claramente expresada —y descaradamente violada— en unos de los comicios más atrozmente fraudulentos de Latinoamérica. Desde entonces, la represión contra la oposición y los líderes de la sociedad civil se ha intensificado, y la posición de Cabello dentro del Gobierno se ha visto reforzada.

A pesar de su bajísima legitimidad tanto dentro como fuera del país, el régimen podrá sostenerse si sigue contando con el apoyo de las fuerzas armadas. El Ejército es el pilar fundamental de un Gobierno que se basa en la represión pura y dura. Existen diversas lecturas del actual grado de fortaleza y unidad de las fuerzas armadas venezolanas. Los signos de disidencia en su seno son evidentes, como demostraron los casos de cooperación con las iniciativas de la oposición durante las elecciones.

Pero en algunos aspectos, sigue siendo una “caja negra” difícil de descifrar desde el exterior. Sin embargo, cualquier advertencia o amenaza dirigida a los militares desde el extranjero —especialmente desde Estados Unidos— podría resultar contraproducente y provocar que la institución cierre filas en torno a Maduro. Esto es precisamente lo que ocurrió hace casi seis años con el líder de la oposición Juan Guaidó.

Tras la investidura, la atención se centra ahora en Donald Trump, cuyo mensaje del 9 de enero apoyaba a los “luchadores por la libertad” Machado y González. Según diversas fuentes, existen al menos dos propuestas políticas opuestas del equipo entrante. La primera es una versión de la estrategia de “máxima presión” que el primer Gobierno de Trump aplicó en 2019. Pero las duras sanciones económicas que impuso no lograron desalojar a Maduro y, de hecho, solo sirvieron para agravar las condiciones humanitarias e intensificar la emigración.

La segunda idea sería un intento por parte de Estados Unidos de llegar a un acuerdo con Maduro. Se alcanzaría un pacto sobre migración —la principal prioridad de Trump— con un Maduro dispuesto a cooperar con Estados Unidos en las deportaciones. También permitiría a Estados Unidos aprovechar las oportunidades de negocio en el sector petrolero. Este planteamiento más transaccional reconocería efectivamente a Maduro como presidente de facto.

En el nuevo Gobierno estadounidense estarán representados los defensores de las dos posturas. No está claro cuál de ellas se impondrá; a lo mejor, una combinación de ambas. Por supuesto, Trump, siempre difícil de predecir, será quien tome la decisión.

Pero el futuro democrático de Venezuela vendrá determinado por la dinámica interna del país y no por un actor externo. A lo sumo, los actores externos —en este caso, Estados Unidos— pueden ayudar a configurar un entorno más favorable que contribuya a un cambio político positivo, pero su impacto suele ser limitado y a menudo indirecto. En Latinoamérica, el papel de Brasil y Colombia a la hora de ayudar a fomentar una transición democrática en Venezuela ha sido errático y no ha producido ningún cambio claro.

En vista de la campaña de terror del régimen y de la reducción del margen para la acción cívica en el país, es comprensible que la oposición haya desplegado gran parte de sus esfuerzos en Estados Unidos, Europa y Latinoamérica. En estas condiciones, podría resultar casi imposible llevar a cabo ahora un trabajo organizativo y político serio en Venezuela. Pero ese trabajo será esencial para mejorar las perspectivas de una transición democrática, y para que cualquier apoyo exterior que exista para la causa democrática resulte más efectivo.

Estados Unidos debe denunciar las prácticas autoritarias de Maduro y evitar las amenazas y las sanciones económicas duras que a menudo son contraproducentes y solo sirven para reforzar el control del presidente. También debería hacer todo lo posible para apoyar a la oposición, siempre de común acuerdo con sus aliados latinoamericanos y europeos y evitando todo lo que implique el uso de la violencia.

Por su parte, la oposición tendrá que enfrentarse a una serie de interrogantes sobre estrategia política y liderazgo. Deberá decidir si participa en las elecciones regionales previstas para finales de este año. También tendrá que centrarse en desarrollar una posición unida y un mensaje coherente sobre lo que quiere de la comunidad internacional, incluido Estados Unidos.

La triste realidad es que, a pesar del liderazgo intrépido e inspirador de Machado, el cambio democrático sigue siendo difícil de alcanzar. Maduro, por ilegítimo que sea, ha iniciado su tercer mandato, consolidando su brutal Gobierno. Ha demostrado su capacidad para adaptarse a circunstancias y presiones cambiantes y, tras casi una docena de años en el poder, para sobrevivir.

Desde luego, el presidente venezolano tiene puntos vulnerables. Existen divisiones dentro del régimen. Su campaña de terror no refleja precisamente a un líder fuerte o seguro de sí mismo. Y la repentina caída del régimen de Bashar al-Assad ha puesto de relieve que las dictaduras aparentemente estables pueden desmoronarse rápidamente.

Pero es posible que, en 2025, con el desenlace del tan esperado ciclo de elecciones presidenciales, Venezuela inicie un nuevo capítulo que exigirá una reevaluación de la estrategia política. Algunas lecciones de las transiciones democráticas que han llegado a buen puerto en Latinoamérica y Europa pueden ser útiles, pero Venezuela tiene muchas particularidades que la diferencian de otros países.

Las fuerzas democráticas no se enfrentan solo a un régimen autoritario implacable, sino también a un país dominado por una economía petrolera y una criminalidad y corrupción masivas, lo que complica cualquier transición.

No hay nada mejor que intensificar la presión política a escala internacional y, en particular, en Venezuela. En esta excepcional tragedia latinoamericana, la tarea que tenemos por delante no consiste únicamente en reconstruir una democracia que ha sido destruida, sino también en recomponer una economía, una sociedad y un país.

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