Con frecuencia, la política exterior de Estados Unidos ha estado teñida de miopía, entre otras causas, por desconocimiento o valoración impropia de la idiosincrasia cultural, política o religiosa, o la historia misma de otros países.
En América Latina, en el SXX, fueron notables las intervenciones directas, en ocasiones acompañadas del uso de la fuerza, al alimón con caudillos militares para la supuesta contención del comunismo en la región. Como balance de estas acciones sistemáticas floreció en la conciencia de Latinoamérica el anti imperialismo yanqui, que fertilizó el suelo para la revolución castrista y sus derivaciones aplaudidas en todo el hemisferio.
Desde hace ya unas cuantas décadas EE.UU. reemplazó la fórmula de fuerza por la figura de las sanciones económicas como medio para desplazar del poder a regímenes indeseables. Tal propósito ha fracasado en todos los casos, pero la receta continúa inalterable. Sobran los ejemplos: Cuba, Irán, Norcorea y bastantes más.
Son conocidos los efectos indeseados de las sanciones, entre otros, sobre las condiciones de vida de la población afectada por las restricciones impuestas y, en algunos casos, hasta coadyuvan al fortalecimiento político del régimen. En el comercio internacional, las sanciones suelen promover como alternativa mercados negros, turbios por naturaleza. En Venezuela, la venta de su principal producto de exportación, el petróleo, se negocia hoy, sin transparencia alguna, con descuentos de 30% o más sobre el precio de referencia, un diferencial cuya apropiación es totalmente desconocida, e Igual de oscura es la comercialización de oro y otros valiosos minerales.
Esta semana, el gobierno de Estados Unidos anunció que “no hay planes para suavizar las sanciones a Venezuela” más allá de la limitada licencia concedida a la petrolera Chevron para operar y cobrar deudas pasadas. Una noticia que no altera el status quo del país, ni tampoco la expectativa de cambio político, pero que, no dudamos, celebran quienes saben sacar provecho de las sanciones.