Silencio en la Cota 905: “Del cerro pa’ dentro, suspendidas las garantías”

Redaccion El Tequeno

Más de una semana después del tiroteo incesante entre grupos delictivos y cuerpos policiales, que mantuvo en vilo a parte de los caraqueños durante las 72 interminables horas del 7, 8 y 9 de julio, el ritmo cotidiano en parte de la ciudad vuelve a circular sin alteraciones.

Por Gabriela Rojas / talcualdigital.com

Ya no hay eco ni rebote de disparos paralizando las vidas de los habitantes que hacen vida, trabajan y se movilizan en el suroeste de Caracas. Pero veredas adentro, hay silencio. La gente que vive en la Cota 905 y El Cementerio aún no ha podido recuperar el aliento: siguen encerrados en sus casas, a la espera de ser el próximo al que le tumben la puerta, que se lleven a alguien cercano detenido o que lo manden a la morgue a buscar a sus muertos, a los que ni siquiera les permiten velar.

No hay conteo que se pueda actualizar con certeza sobre la cantidad de personas muertas en el continuado “operativo de contención”, como lo denominan las autoridades policiales que cuenta con funcionarios de diferentes cuerpos de seguridad, quienes siguen apostados en incontables alcabalas, puntos de control, liderando comisiones, haciendo allanamientos y desplegados en veredas, esquinas, callejones y frente a cuanta casa quede en la mira.

Todos somos sospechosos por defecto si vivimos en el barrio. Por eso del cerro pa´ dentro están suspendidas las garantías”, dice una de las decenas de mujeres que dan testimonio de lo que ocurre, pero se guardan el nombre con el recelo de la supervivencia que necesitan.

Hablan las mujeres porque durante estos días no quedan rastros de los hombres en la Cota 905. Los que permanecen no hablan, no miran a nadie, ni siquiera se detienen a descansar en los escalones hasta que por fin llegan a sus casas, entran y cierran las puertas si aún no se las han tumbado.

“Yo duermo en el medio de la sala desde hace una semana para escuchar si viene alguna comisión y antes de que me vayan a tirar la puerta abajo, les abro y los dejo pasar ¿Mis dos hijos? Bien lejos de este infierno”, dice. Es madre de un adolescente de 17 años y un joven de 22 años a los que mandó a casa de unos tíos en otra zona de Caracas. “Aquí todas las que pudimos, sacamos a nuestros hijos porque cualquiera que esté mal parado, negrito, blanquito, flaco, gordo, el que ande asomado por ahí, ese lleva”.

Ellos llevan y ellas también. Las que callan tienen mucho que contar. En voz baja se riegan los nombres de por lo menos cuatro mujeres, madres o parejas de algún señalado, a quienes les han dado palizas durante las detenciones para que hablen y los delaten. Si las liberan, se devuelven advertidas y calladas.

Los niños y las niñas se asoman en las ventanas o por las rejas de las puertas, curiosos, detallando el armamento que portan los funcionarios vestidos de negro cerrado o con uniforme de camuflaje que forman parte de la Dirección contra la Delincuencia Organizada de la PNB o las FAES. Se han hecho parte del panorama y con varios de ellos apostados cerca de sus ventanas, ahora son parte de la hora del desayuno, almuerzo y cena.

“Algunos han venido, tocan la puerta y entran tranquilamente. Preguntan cuántas personas vivimos aquí, revisan y piden que les abramos un cuarto o un espacio que les parezca sospechoso. Y se van tranquilos. Uno respira por el momento, pero no sabemos si después vienen otros (policías) más atravesados y se vuelven locos como ha pasado en otras casas”, cuenta una líder comunitaria.

Se refiere a las denuncias que se multiplican y se van haciendo la norma sobre los allanamientos que ejecutan en casas que han sido señaladas como «guardadoras» o en sectores donde hay “garitas”, los puntos de observación que usan los grupos delictivos para observar quién entra y quién sale del barrio y así “cantar la zona”.

“En mi casa no dieron ni chance de abrir, cuando me asomé ya estaban entrando y eran como 15 (funcionarios). Le dieron una patada a la lavadora, y me tumbaron la televisión. Lo único que alcancé a decirle al policía ‘¡No me revientes mis peroles! ¡Allá arriba está mi mamá y es una señora enferma!’ Subieron, removieron más cosas y como a la media hora se fueron. Yo sentí que fueron como 100 años”.

“Ni se acerquen hasta nuevo aviso”

Afuera la vida sigue y como no hay permisos laborales por vivir en un barrio sitiado por un operativo de tiempo indefinido hay que improvisar: “Muchos hemos tenido que dejarles la llave a los vecinos para poder salir a trabajar o a comprar comida”. Un papel en la puerta que ruegan le sirva como aviso a los funcionarios para que, por favor, no les derriben la puerta porque los habitantes de esa casa siguen por allí cerca.

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