El término se ha venido usando en referencia a los cambios ocurridos en muchas sociedades en respuesta a la pandemia covid-19: mayor trabajo y clases a distancia, proveedores más cercanos y confiables, menos reuniones presenciales, entre otros, y –sin que se vea claramente cómo habrá de reflejarse– la revaloración (positiva) de aquellos trabajadores que proveen los servicios básicos de que depende nuestro bienestar. ¿Puede suponerse que estos cambios sean permanentes, que sustituirán formas de hacer las cosas o de realizar nuestras actividades anteriores a la pandemia?
Lo que nos concierne aquí, empero, es un empleo deliberadamente pernicioso de la idea de normalidad. Son los intentos de Maduro y su gente de aparentar que es éste el estado actual en que se encuentra Venezuela. Se valen de algunos indicios positivos que han emergido últimamente: el abastecimiento y la estabilidad de precios (en divisas) que resulta de la dolarización; la gestión privada de algunos activos públicos que habían sido estatizados anteriormente; la participación mayoritaria de fuerzas opositoras en los próximos comicios; el comienzo –sin tropiezos, hasta el momento—de negociaciones entre estas fuerzas y representantes oficialistas en México; la anunciada reapertura de la frontera con Colombia y del comercio bilateral con ese país; e, incluso, atisbos de construcción en el este caraqueño. Bancos como el Credit Suisse, pronostican un crecimiento de la economía este año que pudiera llegar a 5%.
Enmarcado en tales indicios, Nicolás Maduro anuncia por televisión que ya comenzó la Navidad, mostrando, con aire festivo, detalles del arbolito y de otros adornos navideños en Miraflores. ¡Llegaron las pascuas! La metamorfosis del tirano se quedó corta, sin embargo, de desearles paz, buenaventura y hermandad a los venezolanos. Vamos, sería como que un puerco espín invitara a que lo acariciasen.
Cinismo aparte, es obvio el intento del régimen de aprovechar ciertos cambios, que se ha visto obligado a aceptar, para proyectar la idea de una nueva “normalidad”, no tan perversa como la pinta la oposición. El meta-mensaje es que esto es lo que hay. Acostumbrémonos a ello para sacarle provecho. Queda oculto en este imaginario la dantesca situación padecida por vastas capas de la población, reveladas en el último reporte de la Encovi, los trescientos y tantos presos políticos, las torturas e innumerables violaciones de los derechos humanos, los centenares de muertos en las protestas de años anteriores.
Es posible que, para algunos empresarios del campo y la ciudad, se estén abriendo espacios que les permiten mayor respiro. No tiene nada de criticable que se aprovechen de ello, suponiendo que lo hagan por medios lícitos. Otra cosa, empero, son las fortunas lavadas con negocios financiados con el saqueo de Pdvsa, del arco minero o con otros desmanes contra la cosa pública. En todo caso, aun suponiendo la posibilidad de algún crecimiento –pero el Observatorio Venezolano de Finanzas registra, más bien, una caída del PIB del 28% durante el primer semestre del año–, es menester preguntarse para quienes habrá de producirse, a quienes beneficia. Queda excluida esa inmensa masa de personas que aún tiene que vérselas primordialmente con bolívares. No tienen acceso a esas islas de actividad dolarizadas.
En fin, ¿de dónde provienen los dólares que circulan en la economía, sostén del presunto crecimiento? De las remesas, del petróleo que todavía se exporta y de los ilícitos que han proliferado bajo el amparo de la “revolución” chavista. Los canales por los cuales ingresan los dos últimos son las redes mafiosas que han proliferado bajo el régimen chavista de expoliación. Imposible sostener niveles de vida dignos para un país que tiene que importarlo todo, dada la destrucción de sus fuentes domésticas de suministro. ¡Muy lejos de las millonadas que entraban cuando existía una Pdvsa robusta!
El problema no está en dejarse llevar por la ilusión de que, aún bajo el régimen fascista, las cosas puedan estarse normalizando. Las evidencias, tanto en lo que respecta a la violación extendida de los derechos humanos y la ausencia del Estado de Derecho, como en las cifras económicas que muestran el nivel de miseria infligido al país, otrora considerado el más próspero de América Latina, son demasiado elocuentes, a pesar del velo propagandístico. El verdadero peligro está en que nos resignemos a que sea ésta la única realidad posible a qué atenernos, que limite nuestros horizontes de aspiración a la conquista solo de mejorías marginales en nuestras condiciones de vida. Implica conformarse en compartir, con Haití y Cuba, la condición de ser el país más pobre de América Latina, con el agravante de estar bajo la impronta de una organización criminal militarizada que concibe al país como territorio conquistado para su exclusivo provecho. Y, para aquellos sin escrúpulo, siempre estará la puerta abierta para adular a los gorilas y rendirle pleitesía a sus disparates “revolucionarios”, haciendo caso omiso de sus desmanes, con tal de participar en los despojos que va dejando su acción depredadora.
La obnubilación que procura el régimen sobre la situación del país debe quedar absolutamente proscrita de las mentes de quienes, en nombre de las fuerzas democráticas, llevan las negociaciones con los representantes de la dictadura. Confío en que estos líderes, probados en adversidades y castigos de todo tipo por denunciar los atropellos del régimen al ordenamiento constitucional y a los derechos ciudadanos, no caigan en esta trampa. Les toca seguir reivindicando, claramente, los objetivos básicos de la negociación como orientación a los venezolanos: el restablecimiento del Estado de Derecho, con sus garantías civiles y políticas; la convocatoria a elecciones nacionales creíbles y confiables; la libertad de los presos políticos; el levantamiento de las inhabilitaciones políticas; y la ayuda humanitaria efectiva para aliviar las terribles penurias que padece la población, incluyendo una respuesta enérgica y racional para contener la pandemia y sus estragos. Como corolarios quedarán los asuntos referidos a la justicia transicional, los problemas de la seguridad nacional y personal, y el papel de los militares.
Si en algo deben contribuir las negociaciones es en quebrar las bases de sustento de la dictadura para que acceda a discutir sobre los aspectos centrales anteriormente referidos. Como se ha dicho tantas veces, en eso hay que jugar cuadro cerrado con la comunidad internacional, en aras de condicionar cualquier alivio en las sanciones al cumplimiento verificable de éstos. La pata coja de esta estrategia, por ahora, está en el desarreglo –por llamarlo de una forma– con que las fuerzas democráticas enfrentan las venideras elecciones del 21 de noviembre. Sea como salgan los resultados, es menester aprender de ellos para lograr la movilización popular requerida para darles músculos a la gestión de cambios.
Sin garantías jurídicas, personales, civiles y económicas, es absurdo hablar de “normalidad”. ¿Qué “normalidad” puede haber cuando el salario formal de policías y militares –pagado en bolívares– está en el orden de 20 o 40 dólares mensuales? ¿Cómo impedir que se redondeen, los más decentes, con exacciones ocasionales a la ciudadanía que les toca defender? ¿Cómo evitar que los más inescrupulosos, proveídos de sus poderes, le entren a saco a los dominios públicos y privados más apetecibles, muchas veces atropellando físicamente a los venezolanos? ¿Acaso hay un sistema jurídico confiable que castigue estos desmanes?
El fascismo no accederá voluntariamente a socavar las bases de sustento de su actividad saqueadora. No es su naturaleza. Ello es un parámetro ineludible a considerar por parte de las fuerzas democráticas.