La localidad tejana continúa en ‘shock’ tras la matanza en una escuela de primaria a manos de un adolescente que dejó a 19 estudiantes y dos maestras muertos.
Frank Salazar, 18 años, se había despertado la mañana del miércoles dispuesto a pasar página, pero al mirar por la ventana se dio cuenta de que sus planes no iban a hacerse realidad. Un río de furgones de policía, ambulancias y medios de comunicación abarrotan la calle de su casa, a unos 300 metros de la escuela primaria Robb, donde otro joven de 18 años, Salvador Ramos, asesinó el martes a tiros a 19 niños y dos profesoras. “Estamos en shock. Esto es un pueblo pequeño. El duelo durará meses o años”, cuenta Salazar un día después de la tragedia, en el jardín de su casa. En Uvalde, un pueblo rural de 16.000 habitantes en el centro de Texas, todo está cerca, todos se conocen y nadie esperaba que algo así les sucediera a ellos. Salazar estudió en la primaria Robb y un par de calles más arriba de su casa está el instituto donde compartía clase con el asesino, abatido por la policía el martes, que también vivía en el mismo barrio. Ambos iban incluso a compartir ceremonia de graduación esta semana.
Las flores que los vecinos han depositado en la entrada del colegio tapan el rótulo en español: “Bienvenidos”. A hora y media en coche de la frontera con México, más de tres cuartes partes del pueblo son de origen latino. “Somos una comunidad pequeña y cohesionada. Todos estamos mezclados y somos buenos vecinos. Por eso era impensable que mataran a nuestros niños. Pero el diablo nunca duerme”, cuenta Nehli García, de 63 años, que llegó de niña con su abuela y sus padres desde el Estado mexicano de Zacatecas. García vive en otra de las casitas prefabricadas de una planta de este barrio de clase media del pueblo. Conoce bien la escuela porque trabaja como cartera y muchos días llevaba el correo al centro educativo. “Antes aquí se oía a los niños gritar, reírse. Estaba lleno de vida. Ahora todo el pueblo está en silencio”.
En la plaza principal del pueblo, a 10 minutos en coche de la escuela, algunos vecinos protestan en silencio con pancartas escritas a mano con mensajes de dolor y rabia. Mirando de frente a los juzgados, Florina Ávila ha venido con su hija de cinco años y un cartel: “Recordad sus nombres”. No quiere hablar. Considera que no hay mucho más que decir. Uziyah García, la víctima más joven, tenía tan solo ocho años. “Era el niño más cariñoso que se pueda imaginar”, dijo el abuelo del pequeño a la prensa el día del asesinato, al que en su corta vida le había dado tiempo a ser un aficionado al béisbol.
“Esta comunidad está en completo shock”, afirmó el miércoles el gobernador Greg Abbott. En una visita al lugar de la tragedia, el político republicano no apuntó a las facilidades para conseguir armas como la responsable de la matanza, sino a los problemas de salud mental. “Las lesiones físicas de los heridos sanarán, pero las heridas emocionales son difíciles de ver y demoran más”, afirmó Abbott, un gran defensor del lobby armamentístico y cuya Administración ha relajado la regulación de las armas.
En la conferencia del gobernador de Texas afloraron las tensiones que dominan el debate nacional sobre cómo acabar con los trágicos —y habituales— tiroteos en escuelas u otros establecimientos. Un hombre se levantó a interpelar a Abbott y a preguntarle por qué no estaba haciendo nada por frenar la violencia. “Señor, está fuera de lugar”, le gritó el alcalde de Uvalde, Don McLaughlin. El hombre que interpelaba al gobernador en busca de respuestas era Beto O’Rourke, el exalcalde demócrata de El Paso y rival de Abbot en las elecciones para gobernador de noviembre.
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