Este artículo fue publicado originalmente el 30 de septiembre.
Toda mirada es subjetiva. Cada quien interpreta a su manera lo que ve. Bajo esta premisa escribo mis impresiones sobre una visita a Venezuela después de casi cuatro años de ausencia por razones familiares, no políticas ni económicas.
Yo no he emigrado como lo han hecho millones de venezolanos y venezolanas por diversas y comprensibles razones. Por ello, mi mirada pudiera ser más comprensiva, descargada de la rabia de quienes hacen del país y el gobierno una sola entidad, o del dolor de quienes no pueden volver a Venezuela y solo pueden verla en el recuerdo o en las redes. Esta es mi mirada de transeúnte, tan válida como otras y no describe la realidad sino mi interpretación de lo visto.
La primera impresión
La primera impresión al llegar a Caracas fue que, a pesar de algunos detalles, vivía un déjà vu, al estar viendo lo ya visto. La desinformación en las redes me había hecho creer que llegaría a un país destruido o en ese proceso, pero en una rápida y superficial mirada desde el aeropuerto al este de Caracas vi una ciudad muy semejante a la que dejé hace cuatro años o mejor, en algunos aspectos.
Camino a Caracas observé que se ha extendido el cordón de miseria habitacional en los cerros que anuncian la entrada a la ciudad. Esa vista es un primer contraste con la que más adelante me sorprenderá gratamente por el cuidado ornato urbano, particularmente la jardinería, y el verdor maravilloso que siempre ha iluminado la ciudad.
Sin embargo, la hermosura natural de la ciudad fue rota por una horripilante instalación que quiere rendir homenaje a la gesta indígena ante el colonizador, pero es tan grotesca que desdice de esa lucha. En esa ruta también me llamó la atención la proliferación de anuncios comerciales rodeando la principal autopista de la ciudad, como si algunas áreas comerciales se hubiesen reactivado.
La impresión de “una reactivación económica” se reafirma cuando desde la autopista, y al otro lado de un río aún con aguas turbias que atraviesa Caracas, aparecen las lujosas edificaciones construidas en los últimos años en contubernio entre empresas o funcionarios privilegiados por el gobierno y funcionarios de alcaldías de la oposición, que “ayudan” cuando hay mucho dinero por lavar.
La “burbuja”
Mi cotidianidad caraqueña transcurrió en la llamada “burbuja”, una pequeña zona donde la vida es mejor que en otras de la ciudad y tiene poco que ver con la otra Venezuela, la del interior del país. En esa “burbuja” no cortan la luz diariamente; el racionamiento de agua, siempre enervante, es soportable; circula transporte público junto a autos particulares de alta cilindrada que tienen un costo obsceno. El ornato urbano sigue siendo hermoso.
En la “burbuja” caraqueña, las escuelas municipales y los colegios privados tienen clases regulares. No hay hospitales públicos, pero sí clínicas privadas de alto costo. Hay hermosos espacios públicos y sobreviven lugares para el ocio y la diversión, son pocos y poca gente puede acceder a ellos, pero hay esa opción.
Lo que golpea, aún en la “burbuja”, es la cantidad de locales comerciales cerrados, indicando el quiebre del negocio que allí funcionó y con ello la pérdida del esfuerzo, la ilusión, el entusiasmo de quienes lo impulsaron y el desempleo de quienes allí trabajaban. Transmiten tristeza, desesperanza.
En Caracas cierra el pequeño comercio, pero abren ostentosos negocios que son, en opinión extendida, productos de un superávit de dinero mal habido y contubernios de unos pocos delincuentes de cuello blanco que se ufanan de su obscena riqueza frente a la oprobiosa pobreza económica —la miseria— de inmensos sectores sociales en el país.
La otra Venezuela, la de verdad
Fuera de la “burbuja”, un inmenso sector de la población sufre de precariedades ordinarias y extraordinarias. Esa pobreza golpea a la vista en cualquier calle y en el Metro de Caracas.
El Metro de Caracas comenzó este siglo siendo un modelo mundial por su eficacia, limpieza y belleza, pero, hoy, a pesar de la limpieza de sus andenes, y aparente cuido, no permite ver los rostros dentro de sus vagones debido a la sobrecarga de usuarios y la carencia de aire acondicionado. Se viaja en un baño de vapor que casi asfixia al sector trabajador, el más afectado por la crisis del transporte público y, por supuesto, la crisis económica y de otros servicios.
Venezuela, uno de los mayores productores de petróleo del mundo, tiene crisis en el suministro de gasolina. Las largas colas de automóviles que tratan de surtirse produce oprobio y vergüenza, por lo que significa. La gasolina de libre acceso está dolarizada, a precios del mercado mundial, y la subsidiada –que se obtiene a través de un carnet– es gratuita, cualquiera sea la cantidad necesaria.
En el interior del país la situación es mucho peor que en Caracas. Allí los cortes de electricidad y de agua son más frecuentes y prolongados y el transporte público, el acceso a alimentos, la atención de la salud, el suministro de educación es más crítico. Los ingresos promedio son más bajos. La otra gran migración en Venezuela es de las provincias a la capital, colapsando, aún más, los servicios públicos capitalinos.
En Venezuela se percibe, fácilmente, una pobreza extendida, incluso en profesionales universitarios, pequeños comerciantes, maestros, funcionarios públicos, activos o jubilados, entre otros muchos, que ven como única salida a su situación la ida del país debido a la desesperanza sembrada por el gobierno durante los últimos años.
Hay mejoría económica con respecto a la crisis del inicio de este último quinquenio. Ahora, los supermercados están bien dotados, aunque con precios inaccesibles para los sectores populares. A pesar de que hay más oferta de bienes, se percibe un empobrecimiento del grueso de la población que produce una dramática pregunta: ¿cómo hacen para vivir con tan pocos ingresos? Respuesta que nadie nos ha podido dar, ni nosotros deducir.
La administración pública digitalizada en Venezuela, signo de desarrollo en cualquier país, ha entronizado la corrupción. Por vía regular, los lapsos de atención son muy largos, pero, si contratas a un gestor, los plazos se reducen de meses a horas como por arte de magia.
Los funcionarios públicos compensan sus miserables salarios con la pequeña corrupción. Aun cuando en las oficinas públicas prevalezca el buen trato, hasta meloso, con un “Sí, mi amor…”, “como no, cariño…”, “Sí, papá…(o patrón)”, con la cordialidad característica de la idiosincrasia venezolana, por la que sentimos orgullo, que nos gusta mucho, pero que duele en el alma y molesta oírlo por lo que ahora significa.
Esto es parte de lo que vi y sentí en mi reencuentro con mi país. Me falta contar de la gente, lo mejor que vi.
Leoncio Barrios | @Leonciobarrios
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