Serguéi Zozulya les pidió a los médicos que trataran de salvarle la mano. Que le dieran “una oportunidad”. Tumbado en una camilla del hospital regional de Mariupol, sin agua, sin calefacción, con las ventanas sin vidrios apenas cegadas con láminas de madera y de cartón, Zozulya cerró los ojos y con el estómago encogido trató de no mirar. Los fármacos escaseaban incluso allí y hacía días que la anestesia general se había acabado, le dijeron los sanitarios. Le durmieron el brazo y parte del torso “con algo”, cuenta. Y le cosieron como pudieron.
Horas antes, cuando trataba de calentar una cacerola con sopa en una fogata del patio de su edificio, donde los vecinos cocinaban como podían, sintió un fortísimo golpe en el brazo y una explosión. “Caí al suelo y vi que mi mano ya no era una mano”, relata en voz baja y tono tranquilo. Después, carreras, un torniquete y al hospital. Allí, tumbado en la sala de operaciones —una sola para varios pacientes para economizar la electricidad del generador que permite al centro seguir funcionando en una ciudad convertida en escombros y sin suministros básicos—, oyó que llevaban a una mujer embarazada con el pie amputado desde el tobillo y una herida abierta en el vientre. “Ya no había bebé. Las enfermeras comentaron que los aviones rusos habían bombardeado dos hospitales. Uno, la maternidad de Mariupol. Era el 9 de marzo”, dice Serguéi.
Es el día 24º de la guerra del presidente ruso, Vladímir Putin, contra Ucrania y la familia Zozulya ya no tiene casa. Serguéi ni siquiera sabe si conservará la mano. Lleva el brazo derecho en cabestrillo con una apretada venda que ha visto días mejores y que necesitaría un lavado urgente. Pero el hombre, de 47 años, su esposa, Oksana, y sus dos hijos están vivos y han escapado del horror. Han huido de Mariupol, una ciudad convertida en ruinas humeantes.
No saben cuánto durará, pero por primera vez en semanas pueden estirar las piernas al aire libre más de cinco minutos sin tener que correr a acurrucarse en el sótano por los bombardeos. Aunque sea en el aparcamiento de un anodino centro comercial de Zaporiyia (en el todavía no demasiado atacado centro-sur de Ucrania), transformado en un punto de primera respuesta para atender a desplazados por la invasión del Kremlin. Sobre todo de Mariupol, de donde se calcula que a duras penas han escapado unas 20.000 personas, según las autoridades. Gente que lo ha perdido casi todo. Como ellos, que hasta hace un mes pensaban en el horizonte de las vacaciones, de los paseos familiares por la playa bajo el sol. De otro día de trabajo para Serguéi, que se dedica al alquiler de bungalós en el mar de Azov. De otra carantoña para el pequeño Nikita, un chiquillo rubio y mofletudo de un año y ocho meses, o de las buenas notas de Igor, de 13 años, que camina como una fierecilla desenjaulada por el recinto.
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