Inestabilidad, fragilidad, descalabro e incertidumbre son las inmediatas consecuencias que deben ser abordadas por todo gobierno cuyo país ha sido aquejado por el covid-19. No importa nada su ubicación ni la ideología del gobierno al que le toca establecer una línea de acción para aliviar a su ciudadanía de estos perversos efectos. Lo anterior se ha manifestado en todas partes. Ningún país se ha salvado de estos estragos, pero ello se ha manifestado con mucha más fuerza en los países económicamente menos favorecidos en los que el nuevo lastre de los contagios viene a sumarse a condiciones de vida precaria en vastos segmentos de la sociedad. ¿Qué es lo que hace la diferencia en el éxito que han experimentado unos y el drama que se sigue acentuando en otros?
Descifrar la naturaleza de la enfermedad no es asunto de gobiernos, es un tema que atañe a la ciencia. Si los avances han sido lentos es porque sus actores han estado frente a un hecho inédito y el aprendizaje de su manejo se ha hecho sobre la marcha.
La estrategia adecuada de los gobiernos frente al desarrollo de los contagios –en términos de movilidad y distancia social– es también un tema que está siendo debatido aún, y posiblemente por largo rato, sin que se haya logrado detectar y acordar una solución universal. Pero una vez que ya nos encontramos frente a una única manera viable para prevenir la enfermedad que es la vacunación acelerada y masiva, sorprende que algunos países hayan podido asumirla eficientemente y que otros no sean capaces de trazar e instrumentar una ruta crítica para su distribución y administración.
Chile es un ejemplo de eficiencia –es el primer país del subcontinente de acuerdo con el índice de The New York Times Vaccination Tracker y el tercero en el mundo de acuerdo con la organización Our World Data– con 21,2% de su población ya vacunada a esta fecha.
Varios elementos influyen en este éxito temprano y el primero es la rápida decisión de negociar y adquirir las vacunas que se hicieron disponibles en el mercado mucho antes de su salida comercial e indiferentemente del origen geográfico que pudieran tener. Al mismo tiempo desde Santiago se negociaron vacunas para 90% de la población con Pfizer/BioNTech, Sinovac, Johnson & Johnson, AstraZeneca y la Iniciativa Covax.
El segundo es una acción concertada de varios ministerios –Ciencia, Salud y Finanzas– en el establecimiento de las prioridades de la vacunación masiva en un corto período. Estas prioridades no se divorcian en nada de las establecidas en otras latitudes: personas mayores y personal de salud en una primera instancia, solo que en Chile se respetaron de una manera irrestricta por parte de las autoridades y por parte de una población que deposita su confianza en la capacidad de su gobierno de ordenar estos procesos. Nada hay de gratuito en ello. El pueblo chileno –el citadino y el del campo– fueron entrenados a través de herramientas comunicacionales de todo género. Pero es que también la colectividad fue puesta al corriente de los planes y preparaciones logísticas que se armaron tan temprano como el segundo semestre del año 2020. Nadie desconocía allí el protocolo de vacunación que ha seguido un orden estricto.
¿Hay algo de portentoso en todo ello? No. ¿Qué es pues lo que tiene Chile que no tenemos en Venezuela? En este terreno, todo.
En un tema de tantísima trascendencia como la salud pública y la capacidad de supervivencia de una sociedad en medio de una pandemia como la actual, de lo que se trata es de orden, de compromiso y capacidad organizacional y de respeto de prioridades. Nada de lo anterior abunda en el seno de la revolución bolivariana en en el que lo que priva –esta no es una excepción– es el componente político, el interés particular y la corrupción. Es lo que explica que el plan gubernamental venezolano haya estipulado, en primera instancia, la vacunación total del pleno de la Asamblea General, en la que 92 % es oficialista.
Lo demás, es peccata minuta.
Beatriz De Majo