“Lo sabíamos. El mundo había oído hablar de ello. Pero hasta ahora ninguno de nosotros lo había visto. Fue como si al fin penetráramos en el lado oscuro del corazón, en el más despreciable interior del corazón maléfico”, escribió Meyer Levin, un corresponsal de guerra norteamericano que había sido novelista pero que una vez que fue testigo del horror ya no pudo volver a la ficción.
Junto a él iba otro periodista de origen judío. Un fotógrafo francés nacido en Hamburgo llamado Eric Schawb. Durante la guerra había combatido en Dunkerque y caído prisionero de los nazis. En un traslado, logró escaparse. Al regresar a parís se sumó a la Resistencia. En 1944 se convirtió en fotógrafo de France Press.
Marshall Levin y Eric Schwab fueron los primeros en ingresar al campo de concentración de Ohrdruf.
El 4 de abril de 1945 Ohrdruf era el lugar más muerto del mundo. No había vida en ningún rincón del predio.
Una postal para perder la esperanza en el género humano.
Ese paisaje tenebroso era la peor confirmación de algo que se conocía imprecisamente, algo de lo que nadie quería convencerse que era realidad.
Ohrdruf, fue el primer campo de concentración encontrado por Occidente aunque luego olvidado en la historiografía. Era uno de los más nuevos. Había empezado a funcionar a mediados de 1944. Primero arribaron 1.000 evacuados de Auschwitz. Llegaron a pasar por ahí, en ese escaso tiempo, 25 mil prisioneros. Las condiciones de vida eran terribles. Alguien dijo que si una persona llegaba a Ohrdruf en buen estado físico y de salud en menos de un mes estaba al borde de la muerte. Sin higiene, sin comida, con jornadas laborales de 15 horas y maltratos físicos constantes. El agotamiento y el hambre los consumían.
La evacuación tuvo lugar un par de días antes. El 2 de abril fueron lanzados al frío y a una larga ruta 12 mil prisioneros. Otra marcha de la muerte ante la inminencia de la llegada de las tropas norteamericanas. Las bombas, los camiones corriendo por las rutas y los tanques avanzando hicieron que arrearan a los detenidos que todavía sobrevivían hacia otro lado. En el camino murieron varios, otros fueron asesinados y unos pocos lograron escaparse. Los oficiales nazis buscaron refugio donde pudieron.
Dos días después llegaron los periodistas y las tropas aliadas.
El corresponsal de guerra y el fotógrafo detuvieron su vehículo en medio del camino desolado. Un espectro se acercaba a ellos. Por un momento dudaron: no sabían si se trataba de una alucinación o si la escena estaba ocurriendo de verdad. Se convencieron de que no era un espejismo. El hombre más flaco del mundo les hacía gestos para que se detuvieran. Unos harapos apenas cubrían su cuerpo. Cuando se acercaron intentaron entender qué les decía. Pero tenía demasiado para contar y casi nada de energía. Las frases se chocaban entre sí. La potencia de las primeras sílabas se perdía antes de terminar la palabra y su mensaje se convertía en un mazacote ininteligible. Lo ayudaron a subir al jeep. Le dieron agua y algún alimento. Más calmo y reconfortado por la comida, les señaló el camino a tomar. Y les prometió que si seguían sus indicaciones presenciarían algo que nunca olvidarían en su vida.
En la entrada del campo de concentración 29 cadáveres formaban un círculo irregular. Eran los últimos que habían sido acribillados antes de la fuga. Pero esa imagen sólo era un anticipo de lo que iban a encontrar. En una barraca los cuerpos sin vida se apilaban desordenadamente. Un depósito caótico de cadáveres. El hedor era insoportable. Cada uno de los sentidos se veía repugnado por el cuadro.
Detrás de la barraca una montaña de tierra auguraba que el desastre continuaría. Meyer y Schwab seguían el recorrido insensibilizados. Tal había sido el impacto que ya no podían pensar, ni distinguir. Schwab hasta perdió su reflejo natural. No pudo en ningún momento alzar la cámara que colgaba de su pecho. A Meyer ni siquiera se le ocurrió sacar de su bolsillo la libreta de notas.
Cuerpos tirados en cualquier lado y tres enormes trincheras al fondo. 4 metros de profundidad, 4 metros de ancho y 15 metros de largo. Ahí los nazis descartaban a los muertos. Pero en un momento se percataron que ese espacio era insuficiente dado el flujo incesante de asesinatos y alguien dio la orden de remover los cuerpos lanzados a esas zanjas y quemarlos. No llegaron a completar la operación, debieron fugar antes.
Pocas horas después que los dos hombres de prensa, las tropas norteamericanas llegaron a Ohrdruf. Los soldados se movían con lentitud, incrédulos. Esto superaba todo lo visto, lo imaginable. Hacía más de un año que algunos recorrían el continente, desde el desembarco en Normandía. Habían superado batallas terribles y sobrevivido a noches imposibles. Pero nada los podía preparar para eso.
A la mañana siguiente, Hayden Sears, el general norteamericano de la división, ordenó a sus soldados ir hacia la ciudad y traer en los camiones del Ejército a la mayor cantidad de pobladores. Les daría una visita guiada. Lo que había sucedido en Ohrdruf no podía ser contado ni recreado. Debía presenciarlo la mayor cantidad de gente para que tomaran real dimensión del horror.
No se ha podido determinar si fue una iniciativa de Hayden Sears o la orden llegó de sus superiores. Lo cierto es que esa manera de proceder se repitió luego en cada campo de concentración descubierto por los norteamericanos. Las autoridades de las ciudades más próximas y los ciudadanos comunes eran obligados a recorrer las instalaciones de los campos. Los muertos no eran removidos hasta que todos pasaban por allí. Luego eran enterrados. En ese momento, las tropas norteamericanas dividían las tareas en dos. La mitad de esos alemanes vecinos a los lagers cavaban las fosas comunes; la otra mitad cargaba y trasladaba los cuerpos hacia ellas.
Los ciudadanos alemanes subían a los vehículos con temor. Los americanos les informaban dónde los llevaban. Los alemanes sabían que en los lagers pasaban cosas malas (aunque posiblemente nadie se imaginaba la dimensión inhumana del horror). Creían que los esperaban largas detenciones o algo peor todavía. Pero los Aliados los hacían desfilar por ese paisaje macabro.
Hay imágenes de esos momentos. Se ve a los alemanes saltando de los camiones al barro del campo. Están con sobretodos y elegantes trajes. Parecen jugadores de póker: no hay gestos en sus caras. No se sabe qué piensan ni qué sienten. Luego les muestran los cadáveres dispersos por el suelo y los hacen ingresar a una barraca repleta de cuerpos. Algunos se niegan y se ve que los soldados aliados los conminan con dureza. Las caras al salir de ese lugar no son las mismas. Se produjo una transfiguración.
Al día siguiente, el General Hayden Sears ordenó traer al alcalde, a las otras autoridades comunales y los líderes del Partido Nazi de Ohrdruf. Todos debían asistir con sus esposas. El alcalde y su mujer, luego de ser obligados a recorrer el lager, se suicidaron en su hogar. Los motivos de un suicidio siempre son insondables. En este caso los que los pudo haber llevado a tomar la determinación puede haber sido la vergüenza de haber sido parte de ese horror, lo insoportable de soportar ese peso o, algo más probable, el temor por lo que podía pasar con ellos y los castigos y venganzas que podrían sufrir.
Una semana después del hallazgo, los que ingresaron a realizar la recorrida fueron los líderes de las fuerzas norteamericanas, Dwight Einsenhower, George Patton y Omar Bradley.
El campo estaba igual, nadie había tocado nada. En realidad estaba peor, los cadáveres se seguían descomponiendo y el olor era absolutamente insoportable, era una presencia física que ocupaba todo el aire. Un olor que tardaba días en irse del cuerpo, en dejar de ser percibido. Quienes ahí estuvieron sostienen que ese hedor es indescriptible y no dudan, están convencidos, que así debe oler el infierno.
Patton con su imagen mítica de guerrero inconmovible debió separarse de la delegación por unos minutos e ir a vomitar detrás de una barraca, tal como lo afirma en sus memorias. Eisenhower sintió que se iba a desvanecer, sus ojos se nublaron y su paso se volvió débil. Un dato más: un ex prisionero los guio durante la recorrida. Se lo veía locuaz, enérgico y en una forma física bastante digna. Al día siguiente fue acusado de ser uno de los victimarios que camuflado trató de conseguir impunidad. Otros sobrevivientes lo lincharon.
Es a partir de abril de 1945, a partir de que los aliados entraron en los campos de concentración de la parte occidental, que el mundo tomó conciencia del nivel atroz de lo ocurrido. En enero los rusos habían liberado Auschwitz pero las noticias no tuvieron el mismo eco. Todavía faltaban unos años para que se entendiera la diferencia entre campos de concentración, de trabajo esclavo y de exterminio. Pero esas imágenes tomadas por los periodistas de los países aliados recorrieron el mundo. La infinidad de muertes, los sobrevivientes esqueléticos, las condiciones de vida infrahumanas.
Eisenhower ordenó que cualquiera de sus tropas que no estuviera en combate se dirigiera hacia cada uno de los campos que se iban liberando. Pasados unos años de la contienda algunos soldados se preguntaban para qué peleaban. Eisenhower dijo que con esas visitas les quería mostrar contra qué luchaban.
Los Aliados filmaron y fotografiaron todo lo que pudieron. Esas eran las órdenes de los superiores. No se manejaban con el pudor como norma. No querían morigerar nada de lo ocurrido. Deseaban que todo el mundo viera, tomara dimensión de los sucesos. Y eso era algo que si se veía, por más impactantes que resultaran las imágenes, más inolvidable se convertía. De esa manera, nadie iba a poder negar lo que había ocurrido.
En Estados Unidos algunos cines sólo pasaban noticieros cinematográficos, los Newsreels. Los que documentaban el descubrimiento de los lager agotaron sus funciones durante semanas.
“Cuando miré esas fotografías, algo cedió. Se había alcanzado algún límite, y no sólo el del horror; me sentí irrevocablemente desconsolada, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a endurecerse; algo murió; algo gime todavía”, escribió Susan Sontag en Sobre la Fotografía.
Algunas de las fotos que Eric Schwab sacó en ese periplo infernal se convirtieron en icónicas. Las imágenes de sobrevivientes amuchados en las barracas, los cuerpos de las víctimas y, en especial, unos retratos estremecedores en los que en un gran primer plano fijaba las caras de estos hombres que habían escapado del infierno. Schwab les devolvía la humanidad, esa que les habían negado por años, esa que se había perdido de sus ojos con miradas muertas. La piel traslúcida, adherida a los huesos que salían filosos de cada ángulo de la cara, esqueletos con un hilo de vida que tendrían una segunda oportunidad. Una de ellas, Un Prisionero Muriendo de Disentería en el Campo de concentración de Buchenwald, es estremecedora. El hombre todavía respira pero hace mucho que la vida, que el impulso vital, abandonó su cuerpo; los ojos están vacíos, totalmente apagados. David Bowie la eligió como la mejor fotografía del Siglo XX.
Mientras a Meyer Levin lo movía el registro de lo que había pasado con los judíos, Schwab no sólo trataba de captar imágenes con su cámara, él buscaba otra cosa, algo más importante. Eric Schwab buscaba a su madre. Una postal enviada a una amiga, un indicio débil, algún testimonio de una sobreviviente mantenían vivas las esperanzas del fotógrafo.
Luego de Ohrdruf, el dúo ingresó una semana después a Buchenwald, luego llegaron a Dachau. Avanzaban por el terreno entrando a los campos de concentración que los alemanes iban abandonando en su huida final. Por último arribaron a Terezin.
Mientras Levin interrogaba a los sobrevivientes, Schwab ingresaba a cada edificio, abría cada puerta.
Hasta que entró a una sala en la que una mujer muy delgada, algo encorvada y cubierta de canas entretenía a un grupo de chicos muy pequeños. Tenía 56 años pero parecía de muchos más. Al escuchar la puerta la señora giró y miró al visitante. Se reconocieron al instante. Eric Schwab había, por fin, encontrado a su madre.