En Caracas no hay tantas calles o barrios con nombres de próceres como de árboles. Los Caobos. Los Mangos. La Floresta. Las Palmas. Araguaney. La capital venezolana debe su envidiable clima fresco, que miles de migrantes extrañan en otras latitudes, a su extenso y generoso arbolado. Planificado o espontáneo, incluso declarado patrimonio. Los árboles caraqueños tienen enérgicos defensores. Poetas mayores venezolanos como Eugenio Montejo han escrito sobre el lenguaje de los árboles que “pasan sus vidas meditando, moviendo sus ramas”. Desde hace meses, una voraz epidemia de talas indiscriminadas ha llenado de cadáveres los alcorques de las calles.
En una Venezuela cansada de protestar, que no terminaba de superar el sopor de la abstención en las recientes elecciones regionales, un grupo de caraqueños realizó a finales de noviembre una marcha por tres municipios de la capital en condena al nuevo paisaje de troncos mutilados. La tala de más de un centenar de árboles en la principal autopista de la ciudad, una vía que atraviesa el valle de Caracas en su lado más largo, ha llevado a los grupos ambientalistas a plantarse.
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