Una pistola se asoma en medio en las primeras filas de un concierto. Un grupo pelea por quedarse con las baquetas del baterista de su banda favorita, mientras una mujer saca su arma para terminar por la fuerza con el forcejeo. La pistola era suficiente amenaza para acabar cualquier discusión, pero la mujer —que luego se supo que era escolta de una alta funcionaria— apuntó a la cabeza a uno de los presentes y lo golpeó con la cacha.
Por FLORANTONIA SINGER | El País
El incidente ocurrió el 26 de marzo en la presentación de la banda colombiana Morat en un centro comercial en Caracas. Una de las víctimas contó lo vivido en un hilo de Twitter y en medio del escándalo que ha generado el hecho que ha salpicado a miembros del Gobierno ha borrado su cuenta. Una semana después la Fiscalía ha anunciado que abrirá una investigación.
La noche antes de este incidente, en un bar caraqueño un policía fuera de servicio echó un disparo al aire para zanjar una riña de tragos después de gritarle a su oponente “¿Te quieres morir?”. El violento altercado obligó al negocio a cerrar sus puertas para mejorar sus sistemas de seguridad.
En Caracas se vive entre pistolas. Están en un concierto, en un bar, en los cada vez más numerosos escoltas que entran a hacer una compra cotidiana al supermercado, esperan en la puerta de un restaurante o van a buscar a los hijos de su cliente al colegio. Están en el cinto de cualquier motorista que ya ni siquiera se preocupa por cubrir su arma con una chamarra. También están dibujadas en los letreros que por ley debe haber en cada centro comercial, bar, tienda, hospital o sitio público indicando la prohibición del ingreso con armas, una disposición de la Ley del Desarme que cumple ya 10 años, se implementó a medias y en algunos de sus aspectos está en notable desuso.
“Hay un problema con el exceso de la presencia de armas de fuego en la vida cotidiana en Venezuela”, señala la socióloga Verónica Zubillaga, quien ha investigado el tema y ubica en uno de los puntos de mayor conflictividad política del chavismo el origen de esta tendencia. Este mes se cumplen 20 años del golpe de Estado contra Hugo Chávez, el 11 de abril de 2002 en el que se vieron pistoleros civiles disparando en pleno centro de la ciudad, el momento en que la revolución bolivariana mostró los dientes por primera vez.
“Al año siguiente, cuando conmemoró su regreso al poder, Chávez comienza a hablar de que haría una revolución pacífica, pero armada, y lo repitió al menos 14 veces durante su Gobierno. Esto marca en el discurso el retorno de las armas a la vida política, cuando comienzas a ver tu adversario como un enemigo y las relaciones se dan en términos de antagonismo”.
Desde el terreno de la confrontación política la violencia armada se traslada a la calle. Así Venezuela se convirtió en los países más inseguros del mundo. La socióloga también destaca la militarización de la seguridad ciudadana como un factor decisivo en ese aumento de la presencia de pistolas en la vida pública en un país que no es fabricante de armas.
Pese a que en los últimos dos años se ha registrado una reducción coyuntural de los homicidios, Venezuela todavía registra una alta tasa de muertes por arma de fuego. Entre 2018 y 2021, la plataforma periodística Monitor de Víctimas contabilizó 162 muertes por balas perdidas en Caracas. A esto se suman las cifras de la letalidad policial, responsable de 33% de los homicidios y una de más extremas de la región, según el último informe del Monitor del Uso de la Fuerza Letal que evalúa ocho países latinoamericanos. “Aquí las fuerzas vienen actuando con impunidad en esta maquinaria de la atrocidad, y así es cómo vemos un agente público haciendo uso privado de su arma como ocurrió en ese bar”.
Las armas legales, las adquiridas por el Estado, circulan en el mercado ilícito e incluso se alquilan, apunta Zubillaga, integrante de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia. “Las armas se empiezan a colar en la vida cotidiana de la gente y son objeto que tiene un proyecto muy preciso que es acabar con el otro. Las armas enturbian las relaciones sociales porque el que tiene un arma asume que tiene que anticiparse y sacarla porque el otro también puede estar armado”.
No hay número preciso de la cantidad de armas que hay en el país. La Comisión Nacional para el Desarme —uno de los últimos grandes acuerdos sociales que hubo en Venezuela, destaca Zubillaga— concluyó hace una década que al país no habían entrado más de 630.000 armas en 30 años. La base de datos global sobre armas ligeras Small Arm Survey estimaba para 2018 que en Venezuela había 5,8 millones en manos de civiles y unas 385 mil entre las fuerzas militares.
El mercado de la desconfianza
El monopolio de las armas en Venezuela es del Estado, específicamente del Ministerio de la Defensa, que regula los portes de armas y vende las municiones. Quienes pueden tener armas de forma legal son los policías municipales, estadales y nacionales y militares para los que se admite que hagan labores de escoltas de funcionarios y el cuerpo diplomático, empleados de empresas de custodia de valores y atletas de tiro. Los portes de arma de civiles están suspendidos desde hace más de una década. Ningún civil puede tener un arma. Ni siquiera un vigilante privado.
Los escoltas de particulares, entonces, están fuera de ley en el país pese a que se han multiplicado en los últimos años, al punto de que desde las filas del chavismo surgió la Asociación Bolivariana de Escoltas. Armando Rodríguez es un expolicía y preside esta organización que vio luz, asegura, con el impulso de Lina Ron, una combativa militante que comandaba algunas de las fuerzas de choque del chavismo. El ex sargento mantiene una lucha porque se regularice la situación de su gremio —casi 11.000 hombres y mujeres afiliados a su asociación—, una situación que esconde otros problemas más allá de la inseguridad.
“En el 100% de las dependencias militares y policiales se dedican a la labor de escoltas, por eso es que no reconocen el porte de armas para protección de terceros, porque se quedarían sin policías y militares”, advierte Rodríguez, quien señala que en su asociación hay funcionarios activos que buscan mejorar sus bajos ingresos como agentes de seguridad cuidando de forma privada a empresarios o personalidades. Y reconoce: “Aquí hubo un plan de desarme, pero todo el mundo está armado”. El policía jubilado de 57 años señala que el limbo jurídico los expone a recurrentes detenciones por porte ilícito de armas cuando deben actuar como parte de su trabajo de defensa de quien los contrata.
Lea la nota completa en El País