Comienzo este artículo llamando la atención de los lectores hacia la organización InSight Crime (https://es.insightcrime.org/), organización no gubernamental que informa y analiza, con una combinación de herramientas del periodismo y la investigación científica en el ámbito de las ciencias sociales, la actividad de la delincuencia organizada en América Latina y el Caribe. En mi criterio, la lectura de sus informes es prioritaria: hacen comprensibles las razones que tienen muchos analistas, como Moisés Naím, por ejemplo, para advertir del grave peligro que la delincuencia organizada constituye para las democracias del mundo. Y no solo con relación al narcotráfico, también a la amplia paleta de delitos que las bandas cometen en todas partes.
No se le ha puesto la atención que merece a la serie de tres reportajes publicados la semana pasada ─17 de noviembre─ con el título de “El Dorado de Maduro: bandas, guerrillas y el oro de Venezuela”. Los tres capítulos ofrecen un panorama del grave estado de cosas, ahora mismo en curso, en las distintas regiones mineras, principalmente del estado Bolívar.
Lo primero que se concluye de la lectura ─esto no lo dice InSight Crime, lo afirmo yo─ es que en la zona se ha instaurado un estado de terror absoluto: las denuncias, los testimonios de los habitantes de pequeños pueblos y caseríos, las voces de los testigos de hechos dantescos, los relatos de las víctimas, todo está envuelto en un anonimato forzado, porque nadie, absolutamente nadie se atreve a decir una palabra y aparecer con su nombre, porque la experiencia señala que quien da un paso adelante será asesinado o desaparecido en las horas siguientes. Esto significa que, aproximadamente, más de 100.000 venezolanos, entre ellos los miembros de familias indígenas, viven rodeados de grupos armados, capaces de la violencia más atroz, que ejercen con total impunidad: no hay quien les impida actuar, no hay quien les persiga, no hay quien los detenga ni los enjuicie.
La única limitación que existe para estos grupos es la ambición de otros grupos semejantes: se expulsan de los territorios, se persiguen entre ellos, se matan, convierten la vida cotidiana en una pesadilla.
Pero el horror no se detiene allí: incluso las autoridades de los municipios de la zona, alcaldes y funcionarios de las alcaldías; los jefes e integrantes de los cuerpos policiales; los comandos y los miembros de las unidades militares que operan en la zona; todos son a la vez victimarios y víctimas, todos forman parte y están involucrados en estas guerras del oro.
Los tres capítulos de la serie de InSight Crime, a los que suman documentos de otras ONG, reportajes de otros medios de comunicación, denuncias que han hecho dirigentes políticos de la oposición democrática, arrojan una maraña de violencia, corrupción, violación de los derechos humanos, robo, contrabando, delitos contra la soberanía, contra los pueblos indígenas, redes de extorsión y más, que sobrepasan cualquier estimación.
Decir que en la zona ha desaparecido el Estado de Derecho es poco: las zonas mineras, las zonas donde hay oro, se han transformado en una fuente de desgracia para sus habitantes. Por el oro combaten y matan las guerrillas colombianas; bandas delincuenciales de la región, especialistas en la extracción y comercialización del oro; empresarios que operan bajo la protección de grupos armados; grupos de militares que roban, extorsionan y permiten que zonas enteras estén bajo el control de distintos grupos armados.
La FANB no es una presencia sistemática ni tampoco garantiza el mínimo orden que demandan los habitantes de aquellas zonas sumidas en las carencias y el acoso. El funcionamiento de las instituciones es inexistente u ocasional. Los militares han levantado un perímetro, una sucesión de alcabalas, que impide que los medios de comunicación accedan a la zona; tampoco grupos de organizaciones no gubernamentales ambientalistas, indigenistas y religiosas, que intentan aproximarse para documentar los hechos o para ofrecer ayuda a comunidades que sobreviven en condiciones de extrema precariedad.
No hay servicios públicos, no hay escuelas que funcionen adecuadamente, no hay centros hospitalarios con los insumos y los recursos necesarios para prestar el servicio al que están obligados por la Constitución, no hay fuentes de empleo, pero sí hay redes de extorsión, contrabandistas, grupos armados, secuestros, desapariciones, asesinatos que quedan sin castigo.
Me cuentan amigos que viven en la región que en la mayoría de los poblados se han instalado unos “mirones” que no tienen empleo conocido, ni se sabe para quién trabajan. Se dedican a observar. Se les ve hablando por teléfono. Tienen dinero para pagar alojamiento, alimentarse y pagar los servicios de prostitutas. ¿Trabajan esos espías para los militares? ¿Para la Dgcim? ¿Para la narcoguerrilla? ¿Acaso son una avanzadilla de nuevos grupos que se proponen entrar de lleno en estas guerras del oro?
Del estado Bolívar puede decirse, sin exagerar, que una parte del territorio no está bajo el control del Estado venezolano, ni mucho menos de los ciudadanos de la región: personas y familias viven sitiados, bajo riesgo constante de muerte. La ley, es obvio, es la del más fuerte, del que disponga de las armas más sofisticadas, y de un grupo de carniceros mejor entrenados.
¿Y dónde está el régimen?, se preguntará el lector. Está en la escena descrita: eso es el régimen. Un estado de voracidad, de conductas feroces que hagan posible la apropiación total de la riqueza. Es el régimen delincuente, el régimen que odia las vidas de todos aquellos que estorban, que se interponen en su camino hacia el oro de la tierra venezolana.
Miguel Henrique Otero